-¡Qué necedad! -replicó mi tía, volviéndose a taponar el oído.
Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando
tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al
dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.
-¿Y bien? --dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.
-Muy bien, señora -respondió el doctor-. Vamos.... vamos... avanzando... despacito,
señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! --dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.
Y volvió a taponarse el oído.
Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba
casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba
casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas,
mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando
después de esta ausencia apareció:
-¿Y bien? -dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.
-Muy bien, señora -respondió míster Chillip-. Vamos..., vamos avanzando despacito,
señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! - interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip,
que este ya no pudo soportarlo.
Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo des pués, y prefirió ir a sentarse
solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen
de nuevo.
Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la
escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que,
habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de
aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se
lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodón que había metido en
sus oídos no debía de estar ais lada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y
las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su
intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de
arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico),
enmarañándole los cabellos, arrugándole el cue llo de la camisa y taponándole con
algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda
clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo
vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo
en aquel mismo momento.
El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en
aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:
-Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena.
-¿Por qué? --dijo secamente mi tía.
Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un
ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.
-¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? -gritó mi tía con impaciencia-. ¿Es que
no puede hablar?
-Tranquilícese usted, mí querida señora --dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el
menor motivo de inquie tud, tranquilícese usted.