Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo
soltar lo que tenía que decir. Se limitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una
manera que le estremeció.
-Pues bien, señora -resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor-.
Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, seño ra, todo ha terminado.
Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar
esta frase, mi tía lo contemplaba con curiosidad.
-Y ella ¿cómo está? --dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de
uno de ellos.
-Bien, señora, y espero que pronto estará completamente restablecida -respondió míster
Chillip-. Está todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra
en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea,
señora; puede que le haga bien.
-Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? -dijo bruscamente mi tía.
Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a mi tía como un pajarillo
asustado.
-¿La niña, que cómo está? -insistió miss Betsey.
---Señora -respondió míster Chillip-, creía que lo sabía usted: es un niño.
Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la lanzó a la cabeza de míster
Chillip; después se la encasquetó en la suya descuidadamente y se marchó para siempre.
Se desvaneció como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la
superstición popular aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y nunca más volvió.
No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey Trotwood Copperfield
había vuelto para siempre a la región de sueños y sombras, a la terrible región de donde
yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación se
reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que nacían y sobre la sepultura en
que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera
existido.
CAPÍTULO II
OBSERVO
Lo primero que veo de forma clara cuando quiero recor dar la lejanía de mi primera
infancia es a mi madre, con sus largos cabellos y su aspecto juvenil, y a Peggotty, sin
edad definida, con unos ojos tan negros que parecen oscurecer todo su rostro, y con unas
mejillas y unos brazos tan duros y rojos que me sorprende que los pájaros no los
prefirieran a las manzanas.
Y siempre me parece recordarla s arrodilladas ante mí, frente a frente en el suelo,
mientras yo voy con paso inseguro de una a otra. Tengo un recuerdo en mi mente, que se
mezcla con los recuerdos actuales, del contacto del dedo que Peggotty me tendía para
ayudarme a andar: un dedo acribillado por la aguja y áspero como un rallador.
Esto tal vez sea sólo imaginación, pero yo creo que la memoria de la mayor parte de los
hombres puede conservar una impresión de la infancia más amplia de lo que
generalmente se supone; también creo que la capacidad de observación está
exageradamente desarrollada en muchos niños y ade más es muy exacta. Esto me hace
pensar que los hombres que destacan por dicha facultad es, con toda seguridad, porque no
la han perdido más que porque la hayan adquirido. La me jor prueba es que, por lo
general, esos hombres conservan cierta frescura y espontaneidad y una gran capacidad de
agradar, que también es herencia procedente de la infancia.