Podrá tachárseme de divagador por detenerme a decir estas cosas, pero ello me obliga a
hacer constar que todas estas conclusiones las saco en parte de mi propia experiencia.
Así, si alguien piensa que en esta narración me presento como un niño de observación
aguda, o como un hombre que conserva un intenso recuerdo de su infancia, puede estar
seguro de que tengo derecho a ambas características.
Como iba diciendo, al mirar hacia la vaguedad de mis años infantiles, lo primero que
recuerdo, emergiendo por sí mismo de la confusión de las cosas, es a mi madre y a Peggotty. ¿,Qué más recuerdo? Veamos.
También sale de la bruma nuestra casa, tan unida a mis primeros recuerdos. En el piso
bajo, la cocina de Peggotty, abierta al patio, donde en el centro hay un palomar vacío y en
un rincón una gran caseta de perro sin perro, y donde pululan una gran cantidad de pollos,
que a mí me parecen gigantescos y que corretean por allí de una manera feroz y
amenazadora. Hay un gallo que se sube a un palo y que cuando yo le observo desde la
ventana de la cocina parece mirarme con tanta atención que me hace estremecer: ¡es tan
arrogante! Hay también unas ocas que se dirigen a mí asomando sus largos cuellos por la
reja cuando me acerco. Por la noche sueño con ellas, como podría soñar un hombre que,
rodeado de fieras, se duerme pensando en los leones.
Un largo pasillo (¡qué enorme perspectiva conservo de él!) conduce desde la cocina de
Peggotty hasta la puerta de entrada. Una oscura despensa abre su puerta al pasillo, y ese
es un sitio por el que de noche hay que pasar corriendo, porque ¿quién sabe lo que puede
suceder entre todas aquellas ollas, tarros y cajas de té cuando no hay nadie allí, y sólo un
quinqué lo alumbra débilmente, dejando salir por la puerta entrabierta olor a jabón, a
velas y a café, todo mezclado? Después hay otras dos habitaciones: el gabinete, donde
pasamos todas las tardes mi madre, yo y Peggotty (pues Peggotty está siempre con
nosotros cuando no hay visita y ha terminado sus quehaceres), y la sala, donde
únicamente estamos los domingos. La sala es mucho mejor que el gabinete, pero no se
está en ella tan a gusto. Para mí hasta tiene un aspecto de tristeza, pues Peggotty me
contó (no sé cuándo, pero me parece que hace siglos) que allí habían sido los funerales de
mi padre, rodeado de los parientes y amigos, cubiertos todos con mantos negros. Además,
un domingo por la noche mi madre nos leyó también allí, a Peggotty y a mí, la resurrección de Lázaro de entre los muertos. Aquello me sobrecogió de tal modo que después,
cuando ya estaba acostado, tuvie ron que sacarme de la cama y enseñarme desde la
ventana de mi alcoba el cementerio, completamente tranquilo, con sus muertos
durmiendo en las tumbas bajo la pálida solemnidad de la luna.
No hay nada tan verde en ninguna parte como el musgo de aquel cementerio, nada tan
frondoso como sus árbole s, nada tan tranquilo como sus tumbas. Cuando por la mañana
temprano me arrodillo en mi cuna, en mi cuartito, al lado de la habitación de mi madre, y
miro por la ventana y veo a los corderos que están allí paciendo, y veo la luz roja
reflejándose en el reloj de sol, pienso: «¡Qué al egre es el reloj de sol!», y me maravilla
que también hoy siga marcando el tiempo.
Y aquí está nuestro banco de la iglesia, con su alto res paldo al lado de una ventana, por
la que podemos ver nuestra casita. Peggotty no deja d e mirarla ni un momento: se conoce
que le gusta cerciorarse de que no la han desvalijado ni hay fuego en ella. Pero aunque
los ojos de Peggotty vaga bundean de un lado a otro, se ofende mucho si yo hago lo
mismo, y me hace señas de que me esté quieto y de que mire bien al sacerdote. Pero yo
no puedo estarle mirando siempre. Cuando no tiene puesta esa cosa blanca sí es muy
amigo mío, pero allí temo que le choque si le miro tan fijo, y pienso que a lo mejor
interrumpirá el oficio para preguntarme la causa de ello ¿Qué haré, Dios mío?