Bostezar es muy feo, pero ¿qué voy a hacer? Miro a mi madre y noto que hace como
que no me ve. Miro a otro chico que tengo cerca y empieza a hacerme muecas. Miro un
rayo de sol que entra por la puerta entreabierta del pórtico, pero allí también veo una
oveja extraviada (y no quiero decir un pecador, sino un cordero) que está a punto de
colarse en la iglesia. Y comprendo que si sigo mirándola terminaré por gritarle que se
marche, y ¿qué sería de mí entonces? Miro las monumentales inscripciones de las tum bas
y trato de pensar en el difunto míster Bodgers, miembro de esta parroquia, y en la pena
que habrá tenido mistress Bodgers a la muerte de su marido, después de una larga
enfermedad, para la cual la ciencia de los médicos ha sido ineficaz, y me pregunto si
habrán consultado también a míster Chillip en vano; y en ese caso, ¿cómo podrá venir y
estarlo recordando una vez por semana? Miro a míster Chillip, que está con su corbata de
domingo; después miro al púlpito y pienso en lo bien que se podría jugar allí. El púlpito
sería la fortaleza; otro chico subiría por la escalera al ataque, pero le arrojaríamos el
almohadón de terciopelo, con sus borlas y todo, a la cabeza. Poco a poco se me cierran
los ojos. Todavía oigo cantar al clérigo; hace mucho calor. Ya no oigo nada, hasta el
momento en que me caigo del banco con estrépito y Peggotty me saca de la iglesia más
muerto que vivo.
Y ahora veo la fachada de nuestra casa, con las ventanas de los dormitorios abiertas,
por las que penetra un aire embalsamado, y los viejos nidos de cuervos que se balancean
todavía en lo alto de las ramas. Y ahora estoy en el jardín, por la parte de atrás, delante
del patio donde está el palomar y la caseta del perro. Es un sitio lleno de mariposas, y lo
recuerdo cercado con una alta barrera que se cierra con una cadena: allí los frutos
maduran en los árboles más ricos y abundantes que en ninguna otra parte; y mientras mi
madre los recoge en su cesta, yo, detrás de ella, cojo furtivamente algunas grosellas,
haciendo como que no me muevo. Se levanta un gran viento y el verano huye de
nosotros. En las tardes de invierno jugamos en el gabinete. Cuando mi madre está
cansada se sienta en su butaca, se enrosca en los dedos sus largos bucles o contempla su
talle, y nadie sabe tan bien como yo lo que le gusta mirarse y lo contenta que está de ser
tan bella.
Esa es una de mis impresiones mas remotas; esa y la sensación de que los dos (mi
madre y yo) teníamos un poco de miedo de Peggotty, y nos sometíamos en casi todo a sus
órdenes; de aquí dimanaban siempre las primeras opiniones (si se pueden llamar así), a lo
que yo veía.
Una noche estábamos Peggotty y yo solos sentados junto al fuego. Yo había estado
leyéndole a Peggotty un libro acerca de los cocodrilos; pero debí de leer muy mal o a la
pobre mujer le interesaba muy poco aquello, pues recuerdo que la vaga impresión que le
quedó de mi lectura fue que se trataba de una especie de legumbres. Me había cansado de
leer y me caía de sueño; pero como tenía permiso (como una gran cosa) para permanecer
levantado hasta que volviera mi madre (que pasaba la velada en casa de unos vecinos)
como es natural, hubiera preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama.
Había llegado a ese estado de sueño en que me parecía que Peggotty se inflaba y crecía
de un modo gigantesco. Me sostenía con los dedos los párpados para que no se me cerrasen y la miraba con insistencia, mientras ella seguía trabajando; también miraba el
pedacito de cera que tenía para el hilo (¡qué viejo estaba y qué arrugado por todos lados!
y la casita donde vivía el metro, y la caja de labor, con su tapa de corredera que tenía
pintada una vista de la catedral de Saint Paul, con la cúpula color de rosa, y el dedal de
cobre puesto en su dedo, y a ella misma, que realmente me parecía encantadora.
Tenía tanto sueño que estaba convencido de que en el momento en que perdiera de vista
cualquiera de aquellas cosas ya no tendría remedio.