-Peggotty -dije de repente- ¿Has estado casada alguna vez?
-¡Dios mío, Davy! -replicó Peggotty-. ¿,Cómo se te ha ocurrido pensar en eso?
Me contestó tan sorprendida que casi me despabiló, y dejando de coser me miró con la
aguja todo lo estirada que le permitía el hilo.
-Pero ¿tú no has estado nunca casada, Peggotty? - le dije- Tú eres una mujer muy guapa,
¿no?
La encontraba de un estilo muy diferente al de mi madre; pero, dentro de otro género de
belleza, me parecía un ejemplar perfecto.
Había en el gabinete un taburete de terciopelo rojo, en el que mi madre había pintado
un ramillete; el fondo de aquel taburete y el cutis de Peggotty eran para mí una misma
cosa. El terciopelo del taburete era suave y el cutis de Peggotty, áspero; pero eso era lo de
menos.
-¿Yo guapa, Davy? -contestó Peggotty-. No, por Dios, querido. Pero ¿quién te ha
metido en la cabeza esas cosas?
-No lo sé. Y no p uede uno casarse con más de una persona a la vez, ¿,verdad, Peggotty?
-Claro que no -dijo Peggotty muy rotundamente.
-Y si uno se casa con una persona y esa persona se muere, ¿entonces sí puede uno
casarse con otra? Di, Peggotty.
-Si se quiere, sí se puede, querido; eso es cuestión de gustos --dijo Peggotty.
-Pero ¿cuál es tu opinión, Peggotty?
Yo le preguntaba y la miraba con atención, porque me daba cuenta de que ella me
observaba con una curiosidad enorme.
-Mi opinión es -dijo Peggotty, dejando de mirarme y poniéndose a coser después de un
momento de vacilación que yo nunca he estado casada, ni pienso estarlo, Davy. Eso es
todo lo que sé sobre el asunto.
-Pero no te habrás enfadado conmigo, ¿verdad, Peggotty? --dije después de un minuto
de silencio.
De verdad creía que se había enfadado, me había contestado tan lacónicamente; pero
me equivocaba por completo, pues dejando a un lado su labor (que era una media suya) y
abriendo mucho los brazos cogió mi riza da cabecita y la estrechó con fuerza. Estoy
seguro de que fue con fuerza, porque, como estaba tan gordita, en cuanto hacía un
movimiento algo brusco los botones de su traje saltaban arrancados. Y recuerdo que en
aquella ocasión salieron dos disparados hasta el otro extremo de la habitación.
-Ahora léeme otro rato algo sobre los «crocrodilos» -me dijo Peggotty, que todavía no
había conseguido pronunciar bien la palabra-, pues no me he enterado ni de la mitad.
Yo no comprendía por qué la notaba tan rara, ni por qué tenía aquel afán en volver a
ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo interés por mi parte, y tan pronto dejábamos sus huevos en la arena a pleno sol como
corríamos hacia ellos hostigándolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rápidas,
que ellos, a causa de su extraña forma, no podían seguir. Después los perseguíamos en el
agua como los indígenas, y les introducíamos largos pinchos por las fauces. En resumen,
que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De
Peggotty no respondo, pues estaba tan distraída, que no hacía más que pincharse con la
aguja en la cara y en los brazos.
Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, íbamos a empezar con sus
semejantes, cuando sonó la campanilla del jardín. Fuimos a abrir; era mi madre. Me
pareció que estaba más bonita que nunca, y con ella llegaba un caballero de hermosas
patillas y cabello negros, a quien ya cono cía por habernos acompañado a casa desde la
iglesia el domingo anterior.