-Y nunca tuvimos la menor discusión, excepto cuando le parecía que mis treses y mis
cincos se confundían o que alargaba demasiado el rabo de los sietes y los nueves -terminó
mi madre en una nueva explosión de llanto.
-Se pondrá usted enferma -dijo miss Betsey-, lo que no será muy beneficioso para usted
ni para mi ahijada. ¡Vamos, no vuelva a empezar!
Este argumento contribuyó bastante a tranquilizar a mi madre, aunque su malestar era
creciente. Hubo un silencio, interrumpido sólo por algunas exclamaciones sordas de mi
tía, que continuaba calentándose los pies en el guardafuegos.
-David se había asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo sé --dijo
poco a poco, A1 morir ¿ha hecho algo por usted?
-Míster Copperfield -constestó mi madre titubeandofue tan cariñoso y tan bueno
conmigo que aseguró parte de esa renta a mi nombre.
-¿Cuánto? -preguntó miss Betsey.
---Ciento cincuenta libras al año --dijo mi madre.
-¡Podía haberlo hecho peor! -dijo mi tía.
La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba
cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba con el té y las velas, se dio cuenta de ello
al instante (como se hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo
apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente envió a Ham
Peggotty -un sobrino suyo a quien tenía escondido en la casa hacía unos días para
utilizarle como mensajero especial en caso de ur gencia- a buscar al médico y a la
comadrona.
Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera cuando a su llegada
(pocos minutos después uno de otro) se encontraron con una señora desconocida y de aspecto imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y
taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía