-Bien, hijo mío -dijo Peggotty dándome otro abrazo-; no dejo de pensarlo noche y día, y
creo que voy por buen camino; pero todavía tengo que pensarlo mejor y consultarlo con
mi hermano; entre tanto, guardaremos el secreto, ¿eh, Davy?
-Barkis es un buen hombre -continuó Peggotty-, y sólo con que trate de cumplir con mi
deber estoy segura de que será mía la culpa si no nos encontramos «completamente a
gusto» -dijo Peggotty riendo de todo corazón.
Esta alusión a las palabras de Barkis era tan oportuna y nos divirtió tanto, que no
dejamos de reír y estuvimos de un humor excelente cuando llegamos ante la casa de
míster Peggotty.
Todo lo encontré igual, excepto que quizá me pareció un poco más pequeño. Mistress
Gudmige nos estaba esperando a la puerta, como si no se hubiera movido de allí nunca.
El interior tampoco había cambiado; hasta el cacharro azul con las plantas marinas seguía
en mi mesita. Di una vuelta a la casa y encontré las mismas langostas y cangrejos
amontona dos como de costumbre, con el mismo deseo de pincharlo todo y en el mismo
rincón. Pero por más que busqué no encontraba a Emily. Por fin le pregunté a míster
Peggotty dónde podría estar.
-Está en la escuela-dijo enjugándose la frente al soltar la maleta de Peggotty-; pero
tiene que volver enseguida -añadió mirando el reloj-; dentro de veinte minutos, o lo más
media hora. Todos la echamos mucho de menos cuando no está, puedes estar seguro.
Mistress Gudmige suspiró.
-¡Alegría, vieja comadre! - gritó míster Peggotty.
-Yo lo siento más que nadie -dijo mistress Gudmige-; soy una pobre criatura sin
recursos, y ella es la única que no me contraría.
Mistress Gudmige, suspirando y moviendo la cabeza, se puso a avivar el fuego. Míster
Peggotty, mirándonos mientras no le veía, me dijo en voz baja, poniéndome la mano
delante de la boca: «Es el viejo»; de lo que deduje, con razón, que desde mi última visita
el humor de mistress Gudmige no había mejorado.
El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin
embargo, no me impresionó tanto, y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no
estaba en casa la pequeña Emily. Como me habían enseñado el camino por donde
volvería, eché a andar para salir a su encuentro.
Pronto vi aparecer a distancia una figurita, y al momento reconocí en ella a Emily.
Había crecido, pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules,
me parecieron más azules que nunca, y su rostro más resplandeciente, y toda su persona
más bonita y atractiva, y no sé por qué un sentimiento indefinible me obligó a hacer
como que no la conocía y pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla. Esto
me ha sucedido después más de una vez en la vida, si no me equivoco.
Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme
echó a correr riendo. Yo tuve que correr detrás de ella; pero corría tanto, que fue ya cerca
de la casa donde la alcancé.
-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.
-Ya sabías que era yo, Emily.
-¿Y tú acaso no sabías que era yo?
Fui a besarle; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era
una niña, y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca.
Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La
mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de
venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mis tress Gudmige, y cuando
míster Peggotty le preguntó el por qué, sacudió sus cabellos y sólo contestó riendo.