Charles Dickens | Page 86

Peggotty estuvo a punto de contestarle mal; pero se contuvo por cariño a mí, y permaneció silenciosa. -¡Hem! -dijo miss Murdstone, con sus ojos fijos todavía en el escabeche-. Lo más importante de todo, de la ma yor importancia, es que a mi hermano no se le moleste y pueda estar tranquilo. Supongo que lo mejor será decir que sí. Le di las gracias sin hacer ninguna manifestación de alegría, no fuera eso a inducirle a retirar su consentimiento. No pude por menos de pensar que había obrado con prudencia, cuando vi la mirada que me lanzó por encima del tarro de escabeche. Parecía como si sus ojos negros hubieran absorbido todo el vinagre que el escabeche contenía; pero el consentimiento estaba dado y no fue negado, pues cuando cumplió el mes de Peggotty ya estábamos dispuestos a partir. Barkis entró en casa por las maletas de Peggotty. Yo nunca le había visto antes atravesar la verja; pero en aquella ocasión entró en la casa, y al cargar con la pesada maleta de Peggotty me lanzó una mirada en la que me pareció que me quería decir algo, si era posible que pudiese expresar algo el rostro de Barkis. Peggotty estaba naturalmente triste al dejar la que había sido su casa durante tantos años y donde los dos grandes cariños de su vida, mi madre y yo, se habían formado. Se había levantado muy temprano para ir al cementerio, y mont ó en el carro y se sentó en él sin quitarse el pañuelo de los ojos. Todo el tiempo que permaneció en esta actitud, Barkis no dio señales de vida; sentado como de costumbre, parecía un muñeco. Pero cuando Peggotty miró a su alrededor y empezó a hablarme, s acudió la cabeza y dejó oír varias veces un gruñido de satisfacción. No pude comprender a qué se refería. -Hace un día muy hermoso, míster Barkis --dije. -No es malo -contestó Barkis, que por lo general era muy reservado y rara vez se comprometía. -Peggotty se ha tranquilizado ya del todo, míster Barkis-le dije para su satisfacción. -¿De verdad? -dijo Barkis. Después de reflexionar sobre ello, dijo con aire malicioso: -¿Está usted completamente a gusto? Peggotty se echó a reír, y contestó afirmativamente. -¿Pero verdaderamente está usted segura? -gruñó Barkis acercándose a ella y dándole un codazo-. ¿Está usted segura? ¿Verdaderamente a gusto? ¿Está usted segura? ¿Eh? Y a cada una de aquellas preguntas Barkis se acercaba más a ella y le daba otro codazo. Por último, se acercó tanto ya, que estábamos los tres amontonados en un rincón del carro, y yo tan oprimido, que apenas podía respirar. Peggotty le llamó la atención sobre mis sufrimientos, y Barkis se retiró un poquito; después, poco a poco, se fue ale jando más; pero no pude por menos de observar que a sus ojos aquello era una forma maravillosa de expresar sus sentimientos de una manera clara y agradable sin el inconve niente de la conversación. No tenía duda que estaba contento de su proceder. Poco a poco se volvió otra vez hacia Peggotty, preguntando: -¿Supongo que estará usted verdaderamente a gusto? Y otra vez se acercó a nosotros, hasta que me faltó la respiración. Al poco rato le repitió su pregunta con la misma maniobra, hasta que decidí ponerme de pie en cuanto le veía acercarse con el pretexto de mirar el paisaje. Fue una gran idea. Barkis se sintió tan amable, que se detuvo ante una taberna expresamente por nosotros y nos convidó a cordero asado y cerveza. Y mientras Peggotty bebía él fue presa de un nuevo acceso de galantería, y casi la atragantó del encontronazo. Pero conforme nos acercábamos al fin de nuestro viaje, cada vez tenía más que hacer y menos tiempo para