--dijo-, y dile que su madre, en el lecho de muerte, lo ha bendecido y no una vez, mil
veces.»
Otro silencio siguió -a esto, y de nuevo Peggotty acarició dulcemente mi mano.
-Estaba ya muy adelantada la noche -prosiguió cuando pidió de beber, y después me
dirigió una sonrisa tan dulce, ¡estaba tan hermosa!... Amanecía, y el sol se levantaba
cuando me dijo lo cariñoso y bueno que mister Copperfield había sido siempre para ella,
y tu paciente que era, y cómo le decía, cuando dudaba de sí misma, que un corazón
amante valía más que la sabiduría y que él era el hombre más feliz a su lado... « Peggotty,
querida mía -dijo después-, acércate más (estaba muy débil), pasa tu brazo por mi cuello
y vuélveme hacia ti; tu rostro parece que se aleja y quiero verlo cerca.» Hice lo que pedía,
y, ¡oh Davy!, se cumplía lo que yo había dicho una vez. Apoyó su dulce cabecita en el
brazo de esta necia Peggotty. Y murió como un niño que se duerme.
Así terminó el relato de Peggotty. Desde el momento en que supe la muerte de mi
madre, la idea de lo que había sido últimamente desapareció por completo para mí, y
desde aquel instante la recuerdo como la madre joven de mis primeros años, la que
enrollaba sus bucles en los dedos y bailaba conmigo por la noche en la sala. Lo que
Peggotty me contaba, en lugar de recordarme el último período, confirmaba en mi
espíritu la primera imagen; podrá ser extraño, pero es la verdad. En un instante había
vuelto a mis ojos su tranquila juventud, borrando todo el resto.
La madre que descansaba en la tumba era la madre de mis primeros años, y la criaturita
que tenía en sus brazos era yo como estaba en mi infancia, sólo que ahora me estrechaba
ya en ellos para siempre.
CAPÍTULO X
EMPIEZAN DESCUIDÁNDOME, Y LUEGO ME COLOCAN
El primer acto de autoridad de miss Murdstone cuando pasó el día solemne y se
abrieron de nuevo las ventanas fue decirle a Peggotty que en el plazo de un mes tenía que
marcharse. Por mucho que a Peggotty le hubiera molestado tener que soportarlos, estoy
seguro de que lo hubiera hecho por cariño hacia mí, prefiriendo aquella casa a la mejor
del mundo. Ella me lo contó, y los dos nos lamentamos de todo corazón.
Respecto a mí, ni decían una palabra ni daban el menor paso. Yo creo que su mayor
felicidad hubiera sido poderme despedir también con otro mes de plazo. Un día me atreví
a preguntar a miss Murdstone cuándo iba a volver a Salem House; pero me contestó muy
secamente que era probable que no volviera nunca. Mi porvenir me preocupaba mucho y
a Peggotty también.
Mi situación había cambiado por completo, y aunque me libraba de muchas molestias,
si hubiera sido capaz de apreciarlo seriamente me habría preocupado mucho sobre mi
porvenir. La tiranía que habían ejercido sobre mí había desaparecido por completo; lo
único que deseaban era no tenerme ante su vista; tan es así, que en varias ocasiones,
cuando acababa de sentarme con ellos, miss Murdstone, frunciendo el ceño, me hacía
señas para que me marchase. Ya no les preocupaba el que estuviera siempre con
Peggotty; con tal de que no los molestase les importaba poco dónde pudiera estar. Al
principio me asustaba la idea de que míster Murdstone volviera a tomar en su mano mis
lecciones o que su hermana, en su abnegación, se dedicara a ello; pero pronto me percaté
de que aquellos temores eran vanos y que todo se reduciría a verme abandonado.
No recuerdo si aquel descubrimiento me causó mucha pena. Estaba todavía en el dolor
de la muerte de mi madre y en un estado de ánimo en que todo me daba lo mismo. Lo que
sí recuerdo es que algunas veces pensaba en la posibilidad de que no se ocuparan de
instruirme, y pensaba que entonces sería un ser inútil, predestinado a pasarse la vida va-