Este fue el único consuelo que su firmeza me administró. Estoy seguro de que sentía un
verdadero placer en exhibir, en aquella ocasión, lo que ella llamaba su presencia de espíritu y su firmeza y su fuerza de voluntad y su sentido común y todo el diabólico catálogo
de sus antipáticas cualidades. Estaba particularmente orgullosa de su disposición para los
negocios, y ahora lo demostraba reduciéndolo todo a pluma y tinta, y sin dejarse
conmover por nada. El resto del día, y desde la mañana a la noche de los que siguieron,
estuvo en su pupitre sin dejar de escribir con una pluma dura, hablando en el mismo tono
imperturbable a todo el mundo, y sin que un solo músculo de su cara se inmutara, una
suavidad en su tono de voz apareciera, ni un átomo de su indumento se desarreglara.
Su hermano a veces cogía un libro; pero estoy convencido de que no lo leía. Lo abría y
miraba las letras como si lo leyera; pero permanecía durante horas enteras sin volver una
hoja; después lo dejaba y se paseaba de arriba abajo por la habitación. Yo permanecía
sentado con las manos cruzadas, mirándole y contando sus pasos hora tras hora.
Muy rara vez hablaba a su hermana, y a mí nunca. Era lo único que se movía (él y el
reloj) en la absoluta inmovilidad de la casa.
En aquellos días, antes del funeral, vi muy poco a Peggotty, excepto cuando subía al
otro piso, que me la encontraba en la habitación donde mamá y su nene reposaban, y por
las noches, que venía a mi cuarto y se sentaba allí hasta que me dormía. Un día o dos
antes del funeral (presumo que era un día o dos antes, pero creo que los días se
confundían en mi memoria en aquella triste época, cuando nada marcaba el progreso del
tiempo) me hizo entrar con ella en la habitación en que estaba mi madre, y ahora sólo
recuerdo que bajo un lienzo blanco que cubría su lecho, de una blancura deslumbrante,
como todo lo que le rodeaba, parecía es tar allí tendido y personificado el solemne
silencio que reinaba en la casa, y sé que cuando Peggotty quiso levantar suavemente
aquel lienzo yo grité: «¡Oh, no, no!», deteniendo su mano.
Si el entierro hubiera sido ayer, no lo recordaría mejor. El aspecto solemne del salón
cuando entré; lo brillante del fuego, el vino que brillaba en las jarras, la forma de los vasos, de los platos; el dulce perfume del bizcocho, el olor de la ropa de miss Murdstone y
de nuestros trajes de luto.
Allí estaba míster Chillip y se acercó a hablarme.
-¿Cómo estás, Davy? -me dijo con bondad.
Yo no podía contestarle que muy bien y le alargué mi mano, que retuvo entre las suyas.
-¡Pobrecillo! -me dijo sonriendo dulcemente y con los ojos húmedos- Nuestros
amiguitos crecen a nuestro alrededor; pronto no los reconoceremos. ¿Verdad, señora?
-dijo dirigiéndose a miss Murdstone, que no le contestó.
-Y a lo que parece aprovechamos el tiempo, ¿no es así, señora? - insistió míster Chillip.
Miss Murdstone sólo le contestó con un frío saludo, y míster Chillip, desconcertado, se
fue a un rincón, llevándome consigo y sin volver a desplegar los labios.
Observo esto porque lo observo todo; pero no me interesa lo más mínimo desde que he
vuelto a casa. Ahora las campanas empiezan a sonar, y míster Omer, con otros
empleados, empieza a prepararlo todo, todo, como cuando hacía mucho tiempo (Peggotty
me lo había contado) se llevaron a mi padre a aquella misma tumba, después de
prepararle en la misma habitación.
Somos pocos: nada más míster Murdstone, nuestro ve cino Graypper, míster Chillip y
yo. Cuando llegamos a la puerta los de la funeraria están ya con su carga en el jardín y
van delante de nosotros por el sendero, debajo de los árboles. Pasan la verja y entran en el
cementerio, donde tan a me nudo he oído cantar a los pájaros en las mañanas de verano.
Rodeamos la tumba. El día me parece distinto de todos los demás días y la luz de otro
color, de un color más triste, y hay allí un silencio solemne, que a mí me parece que lo