-Pensaba que podía gustarle, querida -dijo míster Omer-; pero quizá tienes razón.
No puedo decir por qué; pero sabía que lo que iban a ver era el féretro de mi querida
madre. Nunca había oído contar cómo se hacían, ni había visto uno; pero se me ocurrió
mientras oía los martillazos, y cuando entró el muchacho estoy seguro de que ya sabía lo
que estaba haciendo.
Cuanto terminaron el trabajo, las dos muchachas, cuyos nombres no había oído, se
cepillaron y arreglaron un poco y entraron en la tienda para ponerla en orden y esperar a
la parroquia. Minnie continuó allí doblando lo hecho y colocándolo en dos cestas. Lo
hacía arrodillada, murmurando entretanto una canción ligera. Joram, que sin duda era su
enamorado, entró de puntillas y le robó un beso sin preocuparse de mi presencia. Después
le dijo que su padre había ido a buscar el coche y que él iba a prepararse en un mo mento.
Se fue; ella se guardó el dedal y las tijeras en el bol sillo, prendió cuidadosamente en su
pecho una aguja enhe brada con hilo negro y se arregló con coquetería ante un espejito
que había detrás de la puerta, en el que vi reflejarse su rostro satisfecho.
Yo lo observaba todo sentado en una esquina de la mesa, con la cabeza apoyada en mis
manos, y mis pensamientos versaban sobre las cosas más dispares. El coche llegó pronto,
y lo primero que colocaron en él fue las dos cestas; después me metieron a mí, y ellos tres
me siguieron. Recuerdo que era una especie de carro como los que utilizan para llevar
pianos. Estaba pintado de un color oscuro y lo arrastraba un caballo negro con la cola
muy larga. Había sitio de sobra para todos nosotros.
Ahora me pa rece que nunca he experimentado un sentimiento más extraño en mi vida
(quizá es que ya soy viejo) que el que sentía entonces observando lo contenta que estaba
aquella gente después del trabajo que habían terminado. No estaba enfadado con ellos,
pero me producían una especie de miedo, como si fueran seres de otra casta que no
tuvieran nada en común conmigo. Estaban muy alegres. El anciano, sentado de lante,
conducía, y los dos jóvenes, cuando él les hablaba, se inclinaba cada uno por un lado de
su alegre rostro prestándole mucha atención. También hubieran querido hablar conmigo;
pero yo continuaba de espaldas en mi rincón; me molestaba su alegría y su amor, aunque
no eran demasiado ruidosos, y casi me admiraba de que Dios no castigara su dureza de
corazón.
Cuando se detuvieron para dar pienso al caballo, también comieron y bebieron
alegremente ellos; yo no pude tocar nada de lo que me ofrecían, y cuando ya estuvimos
cerca de mi casa me bajé apresuradamente del coche por detrás, para no llegar en
semejante compañía ante aquellas ventanas que ahora me parecían ciegas como ojo,,,
cerrados y antes luminosos.
¿Cómo podía haber dudado de que me volvieran las lágrimas al mirar la ventana del
cuarto de mi madre, y a su lado aquella otra que en mejores tiempos había sido mía?
Antes de llegar a la puerta ya estaba en brazos de Peggotty. Su pena estalló al verme,
pero se dominó. Hablaba en un susurro, y andaba sua vemente, como si temiera molestar a
los muertos. No se había acostado hacía mucho tiempo, y aún seguía en vela por las
noches, pues mientras estuviera su niña querida en la casa decía que no era capaz de
abandonarla.
Míster Murdstone ni siquiera se percató de mi llegada cuando entré en la habitación en
la que estaba sentado al lado del fuego, llorando en silencio. Miss Murdstone, muy
ocupada en su escritorio, que tenía cubierto de cartas y papeles, me tendió la punta de sus
dedos, preguntándome en tono glacial si me habían tomado medida para el luto.
-Sí -le dije.
-Y tu ropa -dijo-, ¿la has traído?
-Sí, señora; lo he traído todo.