patio mientras los otros niños continuaban en clase. Cuando les veía asomarse
furtivamente a las ventanas, sentía una espe cie de orgullo, y andaba más despacio y más
triste, y cuando terminó la clase y se acercaron a hablarme estaba satisfecho de mí mismo
por no ser orgulloso con ellos y acogerlos exactamente como antes.
Debía partir al día siguiente por la noche; pero no en la diligencia, sino en un coche
llamado El Labrador», que estaba destinado principalmente para los campesinos que ha cían sólo pequeñas distancias. Aquella noche no contamos historias, y Traddles se
empeñó en dejarme su almohada. No sé qué bien pensaría hacerme con aquello, pues yo
tenía una; pero era todo lo que podia darme el pobre, excepto un papel lleno de
esqueletos que me entregó al partir como consuelo de mis penas y para que contribuyera
a la paz de mi espíritu.
Dejé Salem House al día siguiente por la tarde. ¡Qué poco me imaginaba que era para
no volver nunca! Viajamos muy despacio por la noche y llegamos a Yarmouth a las
nueve o las diez de la mañana. Miré, buscando a Barkis; pero no le encontré. En su lugar
estaba un hombrecito grueso y de aspecto jovial, vestido de negro, con unos lacitos en las
rodillas de sus pantalones cortos, medias negras y sombrero de ala ancha. Se acercó a la
ventanilla del coche y dijo:
-¿Mister Copperfield?
-Sí, señor.
-¿Quiere usted hacer el favor de venirse conmigo --dijo abriendo la portezuela- y tendré
el gusto de llevarle a su casa?
Me agarré de su mano preguntándome quién sería, y llegamos por una calle estrecha
delante de una tienda en cuya fachada se leía: «Omer, tapicero, sastre, novedades, funeraria, etc.». Era una tienda ahogada y pequeñita, llena de toda clase de vestidos, hechos y
sin hacer, con un escaparate repleto de sombreros y cofias. Pasamos a otra habitación que
había detrás de la tienda, donde se encontraban tres mucha chas cosiendo ropa negra,
color del que estaba también cubierta la mesa; asimismo el suelo estaba lleno de trocitos
pequeños. Había un buen fuego en la habitación y olía mucho a crespón tostado. Yo no
conocía aquel olor hasta entonces; pero ahora lo reconocería siempre.
Las tres muchachas, que parecían trabajadoras y alegres, levantaron la cabeza para
mirarme y después siguieron su trabajo: cosían, cosían, cosían; al mismo tiempo, de un
taller que había al otro lado del patio llegaba un martillar monó tono: rat-tat-tat, rat-tat-tat,
rat-tat-tat.
-Bien -dijo mi guía a una de las tres muchachas-. ¿Cómo va eso Minnie?
-Terminaremos a tiempo -replicó alegremente y sin levantar la vista-; descuide, papá.
Míster Omer se quitó el sombrero, se sentó y resopló. Es taba tan grueso, que se vio
obligad o a resoplar muchas veces antes de poder decir:
-Está bien.
-Padre -dijo Minnie riéndose-, ¡está usted engordando como un cerdo!
-Tienes razón, querida. No comprendo el porqué ---dijo reflexionando-; pero es así.
-Es que es usted un hombre muy tranquilo --dijo Minnie- y que toma las cosas con
calma.
-¿Y para qué tomarlas de otro modo, querida? -dijo míster Omer.
-No, naturalmente -replicó su hija---. Aquí todos somos alegres, gracias a Dios.
¿Verdad, papá?
-Así lo creo -dijo míster Omer-. Ahora que he des cansado voy a tomar medida a este
niño. ¿Quiere hacer el favor de pasar a la tienda, míster Copperfield?
Precedí a míster Omer, quien después de enseñarme una pieza de tela, que me dijo era
extrafina y demasiado buena, no siendo para luto de parientes muy cercanos, me tomó