Pensé en algún regalo de Peggotty, y se me iluminó la cara al oír esta orden. Al salir de
la clase, algunos de los chicos me dijeron que no les olvidase para las golosinas. Y salí de
mi sitio presuroso.
-No se apresure, Davy -me dijo míster Sharp-. Tiene tiempo de sobra; no corra usted,
hijo mío.
Si lo hubiese pensado me habría sorprendido su tono cariñoso. Pero no me di cuenta
hasta mucho después. Me dirigí corriendo al salón. Encontré a míster Creakle sentado
ante su desayuno, con el bastón y un periódico en la mano, y a mistress Creakle con una
carta abierta. Pero carta de envío no había ninguna.
-David Copperfield -me dijo mistress Creakle, llevándome a un sofá y sentándose a mi
lado-: tengo que hablarle de algo muy personal; he de darle una noticia, hijo mío.
Míster Creakle, a quien miré, como era natural, bajó la cabeza y ahogó un suspiro con
un enorme pedazo de pan untado de manteca.
-Eres demasiado pequeño para saber cómo cambian las cosas todos los días, Davy -me
dijo mistress Creakle- y cómo aparecen y se van los seres. Pero todos tenemos que
aprenderlo, hijo mío: algunos, de muy jóvenes; otros, cuando son viejos, y otros, a todas
horas.
La miré gravemente.
-Cuando volviste aquí, después de las vacaciones --cont inuó mistress Creakle, después
de un momento de silencio-, ¿todos los de tu casa estaban bien? -y después de otra
pausa- : ¿Tu madre estaba bien?
Sin saber por qué temblé y continué mirándola grave mente, sin fuerzas para contestar
nada.
-Porque -continuó- siento mucho tenerte que decir que he recibido noticias en las que se
me informa que ahora está bastante mala.
Una especie de niebla se levantó entre mistress Creakle y yo, y su figura se movió en
ella un momento. Después sentí que lágrimas ardientes corrían por mi rostro, y volví a
verla bien.
-Está enferma de mucha gravedad -añadió.
Ya lo sabía todo.
-Ha muerto.
No era necesario decírmelo. Ya había lanzado un grito, y me sentía huérfano en el
mundo vacío.
Mistress Creakle fue muy buena conmigo. Me retuvo a su lado todo el día y me dejaba
solo algunos ratos; yo lloraba, y después me dormía de cansancio y me volvía a despertar
llorando. Cuando ya no podía llorar empecé a meditar; pero el peso de mi pena me
ahogaba y no tenía consuelo. Y eso que todavía no me daba cuenta totalmente de la
desgracia. Pensaba en nuestra casa cerrada y silenciosa. Pensaba en mi hermanito, de
quien mistress Creakle me había dicho que iba debilitándose desde hacía ya tiempo y
temían que también se muriese. Pensaba en el sepulcro de mi padre y en el cementerio,
tan cerca de casa, y veía a mi madre tendida allí, debajo de los árboles, que tan bien
conocía. Cuando me encontré solo me subí en una silla y me miré al espejo, para ver
cómo estaban de encarnados mis ojos y de triste mi rostro. Después, cuando hubieron
pasado algunas horas, pensaba si mis lágrimas se habrían terminado para siempre y ya no
lloraría cuando volviera a casa, pues me llamaban para asistir al funeral. Al mismo
tiempo pensaba que tenía que demostrar cierta dignidad ante mis compañeros, de acuerdo
con la importancia de mi pena.
Si algún niño ha sentido una pena sincera, era yo; sin embargo, recuerdo que la
importancia de mi desgracia me causaba cierta satisfacción mientras me paseaba por el