¡Qué veladas, cuando traían luces y me obligaban a que hiciera algo! Yo no me atrevía
a coger algún libro divertido, y meditaba sobre algún indigesto tratado de aritmética, en el
que las tablas de pesos y medidas se transformaban en canciones como Rule Britannia o
Away Malancholy, y las lecciones se negaban a dejarse estudiar, y todo pasaba a través de
mi desdichada cabeza, entrándome por un oído y saliéndome por otro.
¡Qué de bostezos he dejado escapar a pesar de todo mi cuidado! ¡Qué estremecimientos
para arrojar el sueño que se apoderaba de mí! Si por casualidad se me ocurría decir algo,
nadie me contestaba. Era un cero a la izquierda, al que nadie hace caso, y que, sin
embargo, estorba a todo el mundo. Y con qué descanso oía a miss Murdstone enviarme a
la cama cuando daban las nueve.
Así pasaron mis vacaciones hasta que llegó la mañana de mi marcha y miss Murdstone
me dijo: «Hoy es el último día», y me dio la taza de té de despedida.
No me entristecía el marcharme. Había caído en un estado de embrutecimiento del que
sólo salía pensando en Steerforth, a pesar de que detrás de él veía a mister Creakle. De
nuevo Barkis apareció en la verja, y de nuevo miss Murdstone dijo con voz severa:
«¡Clara!», cuando mi madre se inclinaba a besarme.
La besé y también a mi hermanito. Y al besarlos sí que sentí tristeza; pero no por
marcharme; el abismo abierto entre nosotros continuaba y la separación era diaria. Y lo
que todavía vive en mi espíritu como si fuera ayer no es el abrazo que me dio, a pesar de
lo ferviente que era, sino lo que siguió al abrazo aquel.
Estaba ya en el carro, cuando le oí llamarme. Miré y estaba sola en medio del camino,
levantando a su niño en los brazos para que yo le viera. Hacía frío, pero era un frío he lado, y ni un solo cabello ni un pliegue de su ropa se movía, mientras que me miraba
intensamente, levantando en sus brazos al pequeño para que yo le viera.
¡Y así la perdí! Así la vi después en mis largos ensueños de colegial, silenciosa y
presente al lado de mi lecho, mirándome con la misma intensidad de entonces,
levantando a su nene para que yo le viera.
CAPÍTULO IX
UN CUMPLEAÑOS MEMORABLE
Paso en silencio todo lo sucedido en la escuela desde mi llegada hasta el día de mi
cumpleaños, que era en marzo. Lo único que recuerdo de entonces es que admirábamos a
Steerforth más que nunca. Pensaba salir ya del colegio a finales del semestre o antes, y
cada vez me parecía más espiritual y más independiente, y también más amable. Pero
aparte de esto, no me viene a la imaginación otra cosa.
El inmenso recuerdo que ha marcado aquella época parece haberlo absorbido todo para
subsistir único.
¡Me cuesta trabajo creer que hubiesen transcurrido dos meses entre mi vuelta a Salem
House y el día de mi cumpleaños! Si lo creo es porque lo sé; de otro modo estaría convencido de que no había pasado apenas tiempo entre una cosa y otra.
Recuerdo perfectamente el día, con la niebla que rodeaba todo y la escarcha que cubría
los árboles, y siento mis cabe llos húmedos pegarse a mis mejillas, y veo la perspectiva de
la clase, los faroles opacos alumbrando la mañana brumosa, y el humear del aliento de los
niños en el ambiente frío, mientras soplan sus dedos y golpean el suelo con los pies.
Fue después del desayuno. Acabábamos de subir del recreo cuando míster Sharp
apareció y me dijo:
-David Copperfield, le están esperando en el salón.