parece que estaba más cambiada era en que parecía que estaba siempre inquieta y
asustada. Por último, dijo, acariciando afectuosamente la mano de su antigua criada:
-Peggotty, querida, ¿no pensarás casarte?
-¿Yo, señora? -preguntó Peggotty estupefacta, ¡Dios la bendiga! ¡No!
-Al menos no muy pronto -dijo mi madre con ternura.
-¡Nunca! -gritó Peggotty.
Mi madre, cogiéndole la mano, dijo:
-No me dejes, Peggotty; no te separes de mí. Quizá no sea para mucho tiempo, y ¿qué
sería de mí si no estuvie ras tú?
-¿Dejarla yo, hija mía? -exclamó Peggotty-. No. Ni por todos los tesoros del mundo.
Pero ¿quién meterá esas cosas en esa cabecita?
Peggotty a veces le hablaba a mi madre como si fuera un niño.
Mi madre sólo contestó para darle las gracias, y Peggotty continuó a su modo:
-¿Yo dejarla? ¡Maldita la gana que tengo de ello! ¿Marcharse Peggotty de su lado? ¡Me
gustaría verlo! No, no -dijo Peggotty, sacudiendo su cabeza y cruzando los bra zos-, no
hay cuidado, hija mía. No es que no haya personas que lo estén deseando; pero que se
fastidien. Yo sigo con usted hasta que sea un vejestorio inútil. Y cuando ya esté sorda y
demasiado vieja y demasiado ciega, y hasta incapaz de hablar por no tener un diente;
cuando ya no sirva en absoluto para nada, ni siquiera para que me regañen, entonces iré a
buscar a Davy y le diré si quiere recogerme.
-Y yo te recibiré muy contento, Peggotty: te recibiré lo mismo que a una reina.
-¡Dios bendiga tu buen corazón! -exclamó Peggotty-. ¡Estaba tan segura! -Y me besó,
anticipadamente agradecida a mi hospitalidad. Después volvió a taparse la cara con el
delantal y a reírse de Barkis; después, cogiendo al niño d e la cuna, lo estuvo arreglando;
luego se llevó las cosas de la comida, y por fin volvió con otra cofia y su caja de labor,
con su metro y su pedazo de cera, todo lo mismo que en los antiguos días.
Estábamos sentados alrededor del fuego, y charlábamos alegremente. Yo les contaba la
crueldad de Míster Creakle, y me compadecían. Les decía lo bueno que era Steerforth,
cómo me protegía, y Peggotty me dijo que sería capaz de andar a pie unas millas por
verle. Cuando se despertó cogí al niño en mis brazos y le dormí cantando dulcemente.
Después me fui al lado de mi madre, y pasando mis brazos alrededor de su talle, como
me había gustado siempre tanto ha cer, apoyé mi mejilla en su hombro, y una vez mas sus
hermosos cabellos cayeron sobre mí, «como las alas de un ángel»; me gusta pensar
cuando me acuerdo de ello. ¡Qué feliz era!
Mientras estábamos sentados así mirando el fuego y viendo las extrañas figuras que
formaban las llamas, casi me parecía que nunca había estado lejos, y que míster Murdstone y su hermana eran figuras como aquellas, que se desvanecerían al apagar el fuego,
y que de todos mis recuerdos los únicos reales éramos mi madre, Peggotty y yo.
Peggotty, mientras hubo luz, remendaba una media, y después continuó con ella metida
en una mano, como si fuera un guante, y la aguja en la otra dispuesta a dar una puntada
cuando el fuego lanzase un resplandor. No puedo comprender de quién eran las medias
que Peggotty estaba remendando siempre, ni de dónde provenía aquella cantidad
inagotable de medias que coser. Desde mi más tierna infancia siempre la había visto con
aquella costura, y ni una vez con otra.
-Pienso -dijo Peggotty, a quien a veces preocupaban las cosas más inesperadas- qué
habrá sido de la tía de Davy.
-¡Dios mío, Peggotty! -contestó mi madre saliendo de su ensueño-. ¡Qué tonterías
dices!
-Sí; pero realmente me preocupa,