bordes, como un amigo que vuelve después de larga ausencia. Por el tono pensativo y
serio con que mi madre tarareaba su canción me figuré que estaba sola y entré sin hacer
ruido. Estaba sentada delante de la chimenea, dando de mamar a un niño, de quien
estrechaba la manita contra su cuello. Sus ojos estaban fijos en el rostro del nene y lo
dormía cantándole. Había acertado, pues estaba sola.
La llamé, y ella se estremeció, lanzando un grito llamándome su Davy, su hijito
querido, y saliendo a mi encuentro se arrodilló en el suelo para besarme, estrechando mi
cabeza contra su pecho al lado de la cabecita dormida, y puso la manita del nene sobre
mis labios. Hubiera deseado morir; hubiera deseado morir con aquellos sentimientos en
mi corazón. En aquellos momentos estaba más cerca del cielo de lo que nunca he vuelto a
estarlo.
-Es tu hermanito -dijo mi madre acariciándome-. ¡Davy, niño mío, pobrecito!
Y me besaba más y más y me estrechaba en sus brazos. Así estábamos cuando llegó
Peggotty corriendo, y tirándose al suelo a nuestro lado estuvo como loca durante un
cuarto de hora.
No me esperaban tan pronto. Al parecer, Barkis había adelantado la hora de costumbre.
Míster Murdstone y su hermana habían ido a una visita en los alrededores y no volve rían
antes de la noche. Nunca me hubiera esperado tanta felicidad. Nunca me hubiera parecido
posible volver a encontrarnos los tres solos, tranquilos, y en aquel momento me parecía
haber vuelto a los antiguos días.
Comimos juntos ante la chimenea. Peggotty nos quería servir; pero mamá no le dejó y
le hizo sentarse a nuestro lado. A mí me pusieron mi antiguo plato con su fondo os curo,
en el que había pintado un barco con un marino bogando a toda vela. Peggotty lo había
tenido escondido durante mi ausencia, pues decía que ni por cien mil libras hubiera
querido que se rompie se. También me puso el vaso de cuando era pequeño, con mi
nombre grabado en él, mi tenedorcito y mi cuchillo, que no cortaba nada.
Mientras comíamos pensé que era la mejor ocasión para hablar a Peggotty de Barkis;
pero no había terminado de explicarle su encargo cuando empezó a reírse, tapándose la
cara con el delantal.
-Peggotty --dijo mi madre-, ¿qué te pasa?
Peggotty se reía cada vez más fuerte, apretándose el delantal contra la cara cuando mi
madre trataba de quitárselo, y parecía que había metido la cabeza en un saco.
-Pero ¿qué haces, tonta? -insistió mi madre riendo.
-¡Oh, el necio del hombre! -exclamó Peggotty-. ¿Pues no quiere casarse conmigo?
-Sería un buen partido para ti, Peggotty ---dijo mamá.
-¡Oh, no lo sé! -dijo Peggotty-. No me hable usted de ellos. No le aceptaría aunque
fuera de oro. Ni a él ni a ningún otro.
-Entonces ¿por qué no se lo dices, ridícula? -preguntó mi madre.
-¿Decírselo? -replicó Peggotty, sacando la cara del delantal-. Pero si nunca me ha dicho
una palabra de ello. Me conoce, y sabe que si se atreviese a decirme cualquier cosa le
daría un bofetón.
Estaba roja, como nunca la había visto ni a ella ni a nadie, y volvió a taparse la cara
durante unos momentos, atacada otra vez por una risa violenta. Después de dos o tres de
aque llos ataques continuó comiendo.
Observé que mi madre, aunque se sonreía al mirar a Peggotty, se había quedado más
seria y pensativa. Desde el primer momento ya la había notado muy cambiada. Su rostro
era muy bello todavía, pero parecía preocupado y demasiado transparente. Sus manos
también, tan delgadas y pálidas, casi se clareaban. Pero sobre todo en lo que ahora me