-¿No ha pasado de ahí, míster Barkis?
-¡Claro! --explicó, mirándome de lado-. ¡No me ha contestado!
-¡Ah! ¿Tenía que haberle contestado? -dije abriendo los ojos.
Aquello daba una luz nueva al asunto.
-Cuando un hombre le dice a una mujer «que está dispuesto» -dijo Barkis, volviéndose
muy despacio a mirarme- es como si se dijera que ese hombre espera una contestación.
-¿Y bien, míster Barkis?
-Pues bien -dijo, volviéndose a mirar las orejas del caballo-. ¡Este hombre está
esperando una contestación desde entonces!
-¿Y no le ha hablado usted, míster Barkis?
-No -gruñó Barkis mientras reflexionaba- No tenía por qué ir a hablarle. No le he dicho
nunca seis palabras ¿y voy a ir a contarle eso ahora?
-¿Quiere usted que me encargue yo de ello? -dije titubeando.
-Puede usted decirle, si quiere -prosiguió Barkis dirigiéndome otra mirada lenta-, que
Barkis está esperando una contestación. ¿Dice usted que se llama?
-¿Su nombre?
-Sí -dijo Barkis moviendo la cabeza.
-Peggotty.
-¿Nombre de pila o apellido? -preguntó Barkis.
-¡Oh!, no es su nombre de pila; su nombre es Clara.
-¿Es posible? -preguntó Barkis.
Y pareció encontrar abundante materia de reflexión en ello, pues permaneció inmóvil
meditando durante mucho tiempo.
-Bien -repuso por último-; le dice usted: «Peggotty: Barkis está esperando una
contestación». Ella quizá le diga: « ¿Contestación a qué?». Y usted le dice entonces: « A
lo que ya te he dicho». «¿A qué?», insistirá ella. «A lo de que Barkis está dispuesto», le
dice usted.
Esta extraordinaria y artificiosa sugerencia la acompañó Barkis con un codazo, que me
dolió bastante. Después siguió mirando a su caballo como siempre, sin hacer la menor
alusión al asunto hasta media hora después, que, sacando un trozo de tiza de su bolsillo,
escribió en el interior del carro: «Clara Peggotty», supongo que para no olvidarlo.
¡Oh, qué extraño sentimiento experimentaba al volver a mi casa, convencido de que ya
no era mi casa, y encontrando en todo lo que miraba el recuerdo de mi antigua felicidad,
que me parecía como un sueño que nunca podría volver a realizarse! Aquellos días en
que mi madre, yo y Peggotty éramos por completo y en todo el uno para el otro, cuando
nadie había ve nido todavía a ponerse por medio, ¡qué tristes aparecieron ante mí aquellos
recuerdos! Tanto, que no sabía si me alegraba de volver, y hubiera preferido seguir
viviendo lejos para olvidarlo todo al lado de Steerforth. Pero ya estaba allí, y enseguida
llegamos a casa, donde las ramas de los viejos olmos retorcían sus innumerables brazos a
los golpes del viento de invierno, columpiando los restos de los antiguos nidos de
cuervos.
Barkis depositó la maleta en el suelo ante la verja del jardín y se fue. Yo torné el
sendero de la casa, mirando a las ventanas con el temor de ver aparecer en alguna de ellas
a míster Murdstone o a su hermana. Nadie se asomó, y al lle gar a la puerta, como yo
sabía el modo de abrirla desde fuera mientras era de día, entré sin que me oyeran, ligero y
tímido.
Dios sabe cómo se despertó mi infantil memoria al entrar en el vestíbulo y oír a mi
madre desde su gabinete cantando a media voz. Sentí que estaba en sus brazos como de
pequeñito. La canción era nueva para mí; sin embargo, me llenaba el corazón hasta los