El resto del semestre confunde en mi memoria la monotonía diaria y triste de nuestras
vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío todavía de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y
peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de
vaca cocida y asada y del cordero cocido y del co rdero asado; el pan con mantequilla; el
jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos,
de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos lluviosos y de los
puddings agrios; el todo rodeado de una atmósfera sucia, impregnada de tinta.
Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de pa recer que había estado
detenida durante tanto tiempo, empezaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de
contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por
días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando
supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que
ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el bendito día señalado! Después de ser
dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado mañana; luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la diligencia de Yarmouth y ya
estoy camino de mi casa.
Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yarmouth, y tuve muchos sueños
incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al
asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis
oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el
cochero arreaba a los caballos.
CAPÍTULO VIII
MIS VACACIONES, Y EN ESPECIAL UNA TARDE DICHOSA
Al amanecer llegamos a la fonda en que el coche paraba (no era la misma en que había
almorzado a la ida y donde vivía mi amigo el camarero), y allí me condujeron a una
alcoba muy limpia, en cuya puerta se leía: «Dolphin». Tenía mucho frío, a pesar del té
caliente que acababan de darme ante la chimenea, y muy contento me acosté en la cama
de dolphin, me arrebujé en las sábanas y me quedé dormido.
Míster Barkis, el cochero de Bloonderstone, debía venir a recogerme a las nueve de la
mañana siguiente. Me levanté a las ocho algo cansado por haber dormido poco, y antes
de la hora ya le estaba esperando. Barkis me recibió exactamente como si acabara de
verme cinco minutos antes y solo nos hubiéramos separado para entrar yo al hotel a
cambiar un billete.
Tan pronto como estuvimos instalados en el carro mi ma leta y yo, el caballo echó a
andar, a su paso de siempre.
-Tiene usted buen aspecto, míster Barkis -dije, pensando que le halagaría.
Barkis se restregó la mejilla con la manga y después la miró, esperando sin duda
encontrar algún rastro de su salud en ella; pero esa fue la única contestación que obtuvo
mi cumplido.
-Ya ejecuté su encargo, míster Barkis -dije-, escribiendo a Peggotty.
-¡Ah! -dijo Barkis.
Estaba de mal humor y respondía secamente.
-¿Es que no lo hice bien, míster Barkis? -pregunté después de un momento de duda.
-¡No! -dijo Barkis.
-¿No era aquel su encargo?
-Quizá usted hizo bien el encargo -contestó Barkis-;, pero no ha pasado de ahí.
No comprendiendo a qué se refería, repetí sus palabras, sólo que interrogando: