No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de tener un amigo como Steerforth,
o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el
caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto
después de tanto tiempo!):
-No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pesca dores de Yarmouth, muy buenas
gentes, parientes de mi niñera, que han venido de Gravesen a verme.
-¡Ah, ah! -dijo Steerforth acercándose- Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?
Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía
recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía
un poder de atracción que muy pocos posee n, que le hacía doblegar a todo lo que era más
débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al momento, y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.
-Haga usted el favor de decir en mi casa, mí ster Peggotty, cuando escriba, que míster
Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.
-¡Qué tontería! -dijo Steerforth-. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!
-Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí,
puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su
casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.
-¿Está hecha en un barco? -dijo Steerforth-. Entonces es la casa más a propósito para un
marino de pura raza.
-Eso es, señorito, eso es -exclamó Ham riendo-. Este caballero tiene mucha razón,
señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!
Míster Peggotty no estaba menos halagado que su sobrino; pero su modestia no le
permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso,
-Bien, señorito -dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco-;
se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.
-¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? -le contestó Steerforth. (Ya sabía su
nombre.)
-Estoy seguro de que usted hará lo mismo --dijo míster Peggotty moviendo la cabezaY hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, señorito,
pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿comprende usted? Mi casa no tiene nada
que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a
verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol -dijo míster Peggotty,
refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin conseguirlo-. ¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!
Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho cariño. Aquella noche estuve casi
a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me
atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me
preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba
haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.
Transportamos aquellas «porquerías», como las había llamado modestamente míster
Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero
Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgracia de no poder soportar ni una
comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuencia de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tragar unas píldoras azules, lo que,
según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo.
Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo
a confesar la causa.