que trataba de recordar por me dio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las
cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe
que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.
Traddles era un chico muy bueno y de gran corazón. Consideraba como un deber
sagrado para todos los niños el sostenerse unos a otros, y sufrió en muchas ocasiones por
este motivo. Una vez Steerforth se echó a reír en la iglesia, y el bedel, creyendo que había
sido Traddles, lo arrojó a la calle. Le veo todavía sali endo custodiado bajo las indignadas
miradas de los fieles. Nunca dijo quién había sido el verdadero culpable, aunque le
castigaron duramente y lo tuvieron preso tantas horas, que al salir del encierro traía un
cementerio completo de esqueletos dibujados en su diccionario de latín. En verdad sea
dicho que tuvo su compensación. Steerforth dijo de él que era un chico valiente, y a
nuestros ojos aquel elogio valía más que nada. Por mi parte, habría sido capaz de
soportarlo todo (aunque no era tan bravo como Traddles y además más pequeño) por una
recompensa semejante.
Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steerforth dirigirse a la iglesia
delante de nosotros dando el brazo a miss Creakle.
Miss Creakle no me parecía tan bonita como Emily ni estaba enamorado de ella, no me
hubiera atrevido; pero la encontraba extraordinariamente atractiva, y en cuanto a gentileza, me parecía que nadie podía comparársela. Cuando Steerforth, con sus pantalones
blancos, llevaba su sombrilla, me sentía orgulloso de ser amigo suyo y pensaba que miss
Creakle no podía por menos que adorarle. Míster Sharp y míster Mell eran dos personajes
muy importantes a mis ojos; pero Steerforth los eclipsaba como el sol eclipsa a las estrellas.
Steerforth continuaba protegiéndome y su amistad me ayudaba mucho, pues nadie se
atrevía a meterse con los que él protegía. No podía, ni lo intentó siquiera, defenderme de
míster Creakle, que era muy severo conmigo; pero cuando me había tratado con dureza,
Steerforth me decía que yo ne cesitaba algo de su valor; que él no hubiera consentido
nunca que le trataran mal, y aquello me animaba y me hacía quererle. Una ventaja saqué,
la única que yo sepa, de la severidad con que me trataba míster Creakle, pues pareciéndole que mi letrero le estorbaba al pasar entre los bancos, cuando tenía ganas de pegarme,
me lo mandó quitar, y no lo volví a ver.
Una circunstancia fortuita aumentó más aún la intimidad entre Steerforth y yo, de una
manera que me causó mucho orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus inconvenientes. En una ocasión en que me hacía el honor de charlar conmigo en el patio de
recreo me atreví a hacerle observar que algo o alguien se parecía a algo o a alguien de
Peregrine Pickle. Él no me dijo nada entonces; pero cuando nos fuimos a la cama me
preguntó si tenía aquel libro.
Le contesté que no, y le expliqué cómo lo había leído, igual que los demás de que ya he
hablado.
-¿Y los recuerdas bien? -me preguntó Steerforth.
-¡Oh, sí, perfectamente! -repliqué- Tengo buena memoria, y creo que los recuerdo muy
bien todos.
-Entonces ¿quieres que hagamos una cosa, pequeño Copperfield? Me los vas a contar.
Yo no puedo dormirme tan temprano, y por lo general me despierto casi de madrugada.
Me irás contando uno después de otro y será lo mismo que Las mil y una noches.
La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la
pusimos en práctica. ¿Qué mutilaciones cometería yo con mis autores favoritos en el
curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no