saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el
modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.
El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y
sin ganas de reanudar la his toria. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido
incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía
cansado y me habría gus tado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy
agradable el ser despabilado igual que la sultana Sheerezade y forzado a contar durante
largo rato antes de que sonara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me
explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en
el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el interés
ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steerforth y le amaba, y su aprobación lo
compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aun ahora, al
pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.
Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés;
sobre todo en una ocasión lo demostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella
ocasión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los
demás. La prometida carta de Peggotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en
las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho perfectamente rodeado de
naranjas y con dos botellas de vellorita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a
ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.
-Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para
remojarte el gaznate cuando cuentes historias.
Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante
cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y
que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que
había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo
administraba gota a gota por medio de un palito cuando le parecía que lo necesitaba. A
veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy
seguro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal
para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con
agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.
Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más
tiempo todavía en las otras nove las. La institución nunca flaqueó por falta de una historia,
y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una
extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba
convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mortal en los más peligrosos. A
veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como
que no podía por menos de castañetear los dientes cuando mencionaba a los alguaciles en
las aventuras de Gil Blas; y recuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el
capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó
mister Creakle y le dio una soberana paliza.
Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me
acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo
de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos,
como un juguete, en el dormitorio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que
tenía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En
una escuela regida con la crueldad de aquella, por grande que sea el mérito del que la preside no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los
colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y