que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy
seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con
la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas
sufrido, y me indigna porque estoy convencido de que era un malvado sin ningún derecho
a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a see gran mariscal o general
en jefe... Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente
menos daño.
Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué
comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hombre así!
Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos
humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de
cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envolviéndoselas en el
pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si observo sus ojos no es por holgazanería: es una
especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a ha cer, y si me tocará
el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que
también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero
finge no verlo, y gesticula de un modo terro rífico mientras raya el cuaderno; después nos
mira de soslayo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento
volvemos a fijar los ojos en él. Un desgraciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio,
se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster
Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se
lo reímos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.
Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo
me rodea, como si los chicos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo
que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si
fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en
míster Creakle y abiertos como los de u na lechuza. Cuando el sueño me vence
demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos .... hasta
que suavemente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su
existencia dándome un bastonazo en la espalda.
Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fascinados por él, aunque no
puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que
está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al ins tante mi cara adopta una
expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos
(exceptuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud
contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompió
accidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda
impresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada
cabeza de míster Creakle.
¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos
y piernas parecieran salchichas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del
colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que
fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciend o que iba a
escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la
costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se
enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esque letos antes de que
sus ojos estuvieran secos. Al principio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba
dibujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta