-Si digo que ha de hacerse una cosa, se hace -repitió como un eco el intérprete.
-Soy un carácter decidido -continuó míster Creakle-; eso soy. Cumplo con mi deber;
eso es lo único que hago. Y si mi carne y mi sangre se revelan contra mí (y miró a
mistress Creakle al decir esto), ya no son mi carne ni mi sangre y reniego de ellos.
Y dirigiéndose al hombre de la pierna de palo añadió:
-Aquel individuo, ¿no ha vuelto por aquí?
-No, señor -fue la contestación.
-No --dijo míster Creakle-, ya sabe él que más le vale así. Me conoce, y hace bien. Digo
que es mejor que no vuelva -repitió míster Creakle, dando un puñetazo encima de la mesa
y mirando a su mujer- Ese ya me conoce. Y ahora tú también vas a conocerme, amiguito;
puedes marcharte. ¡Llévatelo!
Estaba muy contento de poderme marchar, pues mistress Creakle y su hija se secaban
los ojos, y yo estaba sufriendo por ellas y por mí. Sin embargo, como tenía en el pensamiento una petición que le quería hacer y que me interesaba muchísimo, no pude por
menos de expresarla, aunque asombrado de mi propia audacia.
-Señor, si usted quisiera...
Míster Creakle murmuró:
-¡Cómo! ¿Qué quiere decir esto?
Y me lanzó un mirada como si quisiera aniquilarme con ella.
-Señor, si usted quisiera... -balbucí-, si usted pudiera perdonarme... Estoy tan
arrepentido de lo que hice. Si pudieran quitarme este letrero antes de que lleguen mis
compañeros...
No sé si míster Creakle lo hacía por asustarme; pero saltó de la silla con cólera. Yo, al
verle así, eché a correr, sin esperar la escolta del hombre de la pierna de palo, y no paré
hasta llegar al dormitorio. Allí, al darme cuenta de que no me seguían, me desnudé y
acurruqué en la cama, donde estuve temblando durante un par de horas.
A la mañana siguiente llegó míster Sharp. Míster Sharp era el profesor de más
categoría, superior a míster Mell. Míster Mell comía con los niños, mientras que míster
Sharp comía y cenaba en la mesa del señor director. Era menudo, y me pareció de aspecto
delicado; tenía un nariz muy grande, y llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado,
como si fuera demasiado pesada para él. Tenía el pelo abundante y rizado; pero, según
me dijo el primer niño que volvió, aque llo era peluca (comprada de segunda mano, según
decía); también me dijo que todos los sábados por la tarde salía para que se la rizaran.
Todos aquellos datos me los dio Tommy Traddles. Fue el primero en volver, y se me
presentó diciendo que su nombre lo podía encontrar grabado en el rincón derecho de la
puerta, encima del cerrojo; entonces yo le dije: «¿Traddles?», y él me contestó: « El
mismo.» Después me estuvo preguntando muchas cosas más y sobre mi familia.
Fue una suerte muy grande para mí el que Traddles regresara el primero, pues le
divirtió tanto mi letrero, que me libró del problema de enseñarlo o de ocultarlo,
presentándome a todos los niños que llegaban, fueran grandes o chicos, en la siguiente
forma: «¡Eh! ¡Venid aquí y veréis qué comedia! » .
Felizmente también, la mayor parte de los niños vo lvían tristes y no estaban propicios a
divertirse a costa mía, como yo me esperaba.
Claro que algunos gesticularon a mi alrededor como salvajes, y que la mayoría no podía
resistir a la tentación de ha cer como si me tomasen por un perro, y me acariciaban y
mimaban como si tuvieran miedo, diciendo: « ¡Abajo, chucho!» , y me llamaban Towser.
Esto, naturalmente, me molestaba mucho y me costaba lágrimas; pero en conjunto
fueron menos crueles de lo que me imaginaba.