Charles Dickens | Page 53

acostarme, el hombre de la pierna de palo se presentó a buscarme para conducirme ante míster Creakle. La parte de la casa dedicada a vivienda del señor director era mucho mejor y confortable que la nuestra, y tenía un trozo de jardín que era como un edén al lado de nuestro horrible patio de recreo, pues nuestro patio se parecía de tal modo a un desierto en miniatura, que yo pensaba siempre que sólo un camello o un dromedario se sentirían allí como en su casa. Me pareció de un atrevimiento inaudito el darme cuenta de que hasta el pasillo tenía aspecto confortable, mientras me dirigía, temblando, a su presencia. Estaba tan turbado, que al entrar apenas vi a mistress Creakle ni a su hija, que estaban en la habitación. Sólo vi al director. Míster Creakle era un hombre muy grueso, que llevaba un montón de diles en la cadena del reloj. Estaba sentado en un sillón, con un vaso y una botella al lado. -Así -dijo míster Creakle-, ¿este es el caballerito a quien tendremos que limar los dientes? ¿A ver? Dé usted la vuelta. El hombre de la pierna de palo me hizo girar para que pudieran contemplar mi letrero-, y después de tenerme el tiempo suficiente para que lo leyeran, volvió a ponerme frente a míster Creakle, y él se colocó a su lado. El rostro de míster Creakle era verdaderamente feroz: los ojos, muy pequeños y hundidos en la cabeza; las venas de la frente, muy hinchadas; la nariz, pequeña, y la barbilla, grande. Estaba calvo; sólo tenía unos cuantos pelitos grises, que peinaba hacia arriba, uniéndolos en lo alto. Pero lo que más me impresionó entonces fue que no tenía voz; hablaba como en un cuchicheo, y no sé si el trabajo que le costaba hablar o la conciencia de su debilidad le hacía tener más expresión de malo cuando hablaba, y quizá también eso fuese causa de que sus abultadas venas se hincharan todavía más. Ahora no me extraña que al verlo de primeras fuera esta peculiaridad la que más me chocase. -Y bien -dijo míster Creakle-, ¿tiene usted algo que decirme del chico? -Todavía no ha hecho nada -dijo el hombre de la pierna de palo---, no ha tenido ocasión. Me dio la impresión de que a míster Creakle le había defraudado, y que, en cambio, no había defraudado a miss y a mistress Creakle (a quienes por primera vez lanzaba una ojeada). -Acérquese usted más - me dijo míster Creakle. -Acérquese usted más --dijo el hombre de la pierna de palo, repitiendo su gesto. -Tengo el honor de conocer bastante a su padrastro -cuchicheó míster Creakle agarrándome de una oreja- : es un hombre muy digno, un hombre de carácter. Los dos nos conocemos mucho... Pero tú no me conoces, ¿verdad? -repitió míster Creakle, pellizcándome la oreja con feroz complacencia. -Todavía no, señor -dije con verdadero pánico. -¿Todavía no?, ¿eh? Pero pronto será. -Pero pronto será -repitió el hombre de la pierna de palo. Después he sabido que, por lo general, actuaba, con su voz de trueno, de intérprete de míster Crea kle para con sus alumnos. Estaba muy asustado, y le dije que así lo suponía. Entre tanto, sentía que me ardía la oreja, pues me la pellizcaba cada vez con más fuerza. -Te voy a decir quién soy -cuchicheó míster Creakle, soltándome por fin, aunque no sin antes retorcerme el pellizco, haciendo que se me saltaran las lágrimas-. Soy un tártaro. -Un tártaro -dijo el hombre de la pierna de palo. -Y si digo que haré una cosa, la hago, y si digo que ha de hacerse una cosa, también se hace.