La monotonía de mi vida y la constante aprensión de la reapertura de la escuela me
tenían en una insoportable aflicción. Todos los días tenía que hacer muchos deberes para
míster Mell; pero lo hacía bien, pues allí no estaban los dos hermanos Murdstone. Antes
y después de mi trabajo, me paseaba, vigilado, como ya he dicho, por el hombre de la
pierna de palo. ¡Cómo recuerdo la humedad de la tierra alrededor de la casa, las piedras
cubiertas de musgo en el patio, una fuente muy vieja y destrozada, y los descoloridos
troncos de algunos árboles raquíticos, que parecía que no podía haber en el mundo otros
que hubieran recibido más lluvia y menos sol! A la una comíamos míster Mell y yo en
una esquina del largo comedor, lleno de mesas desnudas. D espués nos poníamos a
trabajar hasta la hora triste del té, que mister Mell tomaba en una taza azul y yo en una de
estaño. Todo el día y hasta las siete o las ocho de la noche míster Mell permanecía en su
pupitre trabajando sin descanso con plumas, tinta, papel y libros, haciendo las cuentas,
según supe después, del último semestre. Cuando, ya por la noche, dejaba su trabajo,
armaba la flauta y la tocaba con tanta energía, que yo tenía miedo de que de un soplido
fuera a entrar por el gran agujero del instrumento y después saliera por algún agujerillo
de las teclas.
Todavía me parece ver a mi pequeña personilla en la ha bitación apenas iluminada,
sentado, con la cabeza entre las manos y escuchando la dolorosa melodía de míster Mell
y estudiando. Me veo también con los libros cerrados a mi lado y oyendo a través de
aquella música los ruidos habitua les de mi casa, o el soplar del viento en la llanura de
Yar mouth, y sintiéndome muy triste y muy solo. Me veo metiéndome en la cama, entre
todos aquellos lechos solitarios, y sentándome en ella a llorar de deseo por una palabra
cariñosa de Peggotty. Y luego, a la mañana, me veo bajando la escalera y mirando a
través de un tragaluz, que la ilumina, la campana de la escuela, suspendida en lo alto, con
la veleta encima, y pienso en cuándo sonará llamando a J. Steerforth y a todos los demás
al trabajo. Y, sin embargo, este no es mas que un temor secundario, pues lo que me
horroriza es el momento en que el hombre de la pierna de palo abra la puerta para dejar
pasar al terrible míster Creakle.
Y aunque creo que no soy un chico malo .... como sigo llevando el cartel en la
espalda...
Míster Mell nunca me hablaba mucho, pero no era malo conmigo. Creo que nos
hacíamos mutuamente compañía, aunque no nos habláramos. He olvidado mencionar que
él, algunas veces, hablaba solo; entonces rechinaba los dientes, apretaba los puños y se
tiraba de los pelos de una manera extraña; pero debía de ser costumbre, y aunque al
principio me asustaba mucho, pronto me habitué a ello.
CAPÍTULO VI
ENSANCHO MI CÍRCULO DE AMISTADES
Llevaba un mes, poco más o menos, haciendo esta vida, cuando el hombre de la pierna
de palo apareció, limpiándolo todo con una escoba y un cubo, lo que deduje eran
preparativos para el recibimiento de míster Creakle y sus alumnos. No me había
equivocado; y por fin llegó la escoba a la sala de estudio, arrojándonos a míster Mell y a
mí, que tuvimos que vivir durante aquellos días donde pudimos y como pudimos,
encontrándonos por todas partes con las criadas (que yo antes apenas había visto)
constantemente ocupadas en hacernos tragar polvo en tal cantidad que yo no dejaba de
estornudar, como si Salem House fuera una enorme tabaquera.
Un día míster Mell me anuncio que míster Creakle llegaba aquella noche. Y por la
tarde, después del té, le oí decir que ya había llegado. Un rato antes de la hora de