Yo avanzaba despacio por la habitación observándolo todo. De pronto, encima de un
pupitre me encontré con un cartel escrito en letra grande y que decía: «¡Cuidado con él!
¡Muerde! ».
Me encaramé inmediatamente encima del pupitre, convencido de que por lo menos
había un perro debajo. Pero por más que miraba con ojos asustados en todas direcciones,
no veía ni rastro. Estaba todavía así, cuando volvió míster Mell y me preguntó qué hacía
allí subido.
-Dispénseme; es que estaba buscando al perro.
-¿Al perro? --dijo él- ¿A qué perro?
-¿No es un perro?
-¿Que si no es un perro?
-Del que hay que tener cuidado porque muerde.
-No, Copperfield - me dijo gravemente-. No es un perro; es un niño. Tengo órdenes,
Copperfield, de poner ese cartel en su espalda. Siento mucho tener que empezar con usted
de este modo; pero no tengo otro remedio.
Me hizo bajar al suelo y me colgó el cartel (que estaba he cho a propósito para ello) en
la espalda como una mochila, y desde entonces tuve el consuelo de llevarlo a todas partes
conmigo.
Lo que yo sufrí con aquel letrero nadie lo puede imaginar. Tanto si era posible vérmelo
como si no, yo siempre creía que lo estaban leyendo, y no me tranquilizaba el volverme a
mirar, pues siempre seguía pareciéndome que alguien lo estaba viendo. El hombre de la
pierna de palo, con su crueldad, agravaba mis males. Era una autoridad allí, y si alguna
vez me veía apoyado en un árbol, o en la tapia, o en la fachada de la casa, se asomaba a
su puerta y me gritaba con voz estentórea:
-¡Eh! Míster Copperfield, enseñe su letrero si no quiere que se lo haga enseñar yo.
El patio de recreo estaba abierto, por la parte de atrás, a las dependencias de la casa, y
yo sabía que todas las criadas leían mi letrero, y el panadero, y el carbonero; en una palabra, todo el mundo que iba por la mañana a la hora en que yo tenía orden de pasear por
allí; todos leían que había que te ner cuidado conmigo, porque mordía. Y recuerdo que
positivamente empecé a tener miedo de mí mismo como de un niño salvaje que mordiese.
En aquel patio había una puerta muy vieja, donde los chicos acostumbraban a grabar
sus nombres, y que estaba cubierta por completo de inscripciones. En mi miedo a la
llegada de los otros niños, no podía leer aquellos nombres sin pensar en el tono con que
leerían: « ¡Cuidado con él! ¡Muerde! ». Había uno, un tal J. Steerforth, que grababa su
nombre muy a menudo y muy profundamente y a quien me figuraba leyéndolo a gritos y
después tirándome del pelo. Y había otro, un tal Tommy Traddles, de quien temía que se
acercara como distraído y después hiciera como que se asustaba de encontrarse a mi lado.
A otro, George Demple, me le figuraba leyéndolo cantando. Y me pasaba el tiempo
mirando aquella puerta (pequeña y temblorosa criatura) hasta que todos aquellos
propietarios de los nombres (eran cincuenta y cuatro, según me dijo míster Mell)
quisieran enviarme a Coventry por unanimidad, y gritaran cada uno a su manera:
«¡Cuidado con él! ¡Muerde!» .
Lo mismo me ocurría mirando los pupitres y los bancos; lo mismo con las camas del
dormitorio desierto, a las que miraba cuando estaba acostado. Todas las noches soñaba:
unas, que estaba con mi madre, como de costumbre; otras, que estaba en casa de míster
Peggotty, o viajando en la diligencia, o almorzando con mi desgraciado amigo el camarero, y en todas aquellas circunstancias, la gente terminaba asustándose al darse cuenta de
que sólo llevaba la ligera camisa de dormir y el letrero.