plicó: « ¡Ah, sí! ¡Ah, sí! », y se inclinó hacia el fuego, al que estoy seguro que atribuía
todo el mérito de la música.
Me pareció que había pasado mucho tiempo cuando el profesor de Salem House,
desmontando su flauta, se guardó los pedazos en el bolsillo y partimos. Encontramos la
diligencia muy cerca de allí, y subimos en la imperial; pero yo tenía un sueño tan terrible,
que cuando nos paramos para coger más gente me metieron dentro, donde no iba nadie, y
pude dormir profundamente hasta que el coche llegó ante una gran pendiente, que tuvo
que subir al paso, entre dos hileras de árboles. Pronto se detuvo. Habíamos llegado a
nuestro destino.
A los pocos pasos el profesor y yo nos encontramos delante de Salem House. El
edificio estaba rodeado de una ta pia muy alts de ladrillo y tenía un aspecto muy triste.
Encima de una puerta practicada en el muro se leía: «Salem House». Llamamos, y a
través de un ventanillo de la puerta nos contempló un rostro antipático, que pertenecía,
según vi cuando se abrió la puerta, a un hombre grueso con cuello de toro, una pierna de
palo, frente muy abultada y cabellos cortados al rape.
-El nuevo alumno --dijo el profesor.
El hombre de la pierna de palo me miró de arriba abajo; no tardó mucho en ello, ¡era
yo, tan pequeño! Después cerró la puerta, guardándose la llave en el bolsillo. Nos
dirigíamos a la casa, pasando por debajo de algunos grandes y sombríos árboles, cuando
llamó a mi guía:
-¡Eh!
Nos volvimos. Estaba parado ante su portería, con un par de botas en la mano.
-¡Oiga! El zapatero ha venido -dijo-cuando usted no estaba, míster Mell, y dice que
esas botas ya no se pueden volver a remendar; que no queda ni un átomo de la primera
piel, y que le asombra que pueda usted esperarlo.
Al decir esto, arrojó las botas tras de míster Mell, que volvió atrás para cogerlas y las
miró muy desconsoladamente mientras se acercaba a mí. Entonces observé por primera
vez que las botas que llevaba debían de haber trabajado mucho, y que hasta por un sitio
asomaba el calcetín.
Salem House era un edificio cuadrado, de ladrillo, co n pabellones, de aspecto desnudo
y desolado. Todo a su alrededor estaba tan tranquilo, que pregunté a mi guía si era que
los niños estaban de paseo. Pareció sorprenderse de que yo no supiera que era época de
vacaciones. Todos los chicos estaban en sus casas. Míster Creakle, el director, estaba en
una playa con mistress Creakle y miss Creakle; y si yo estaba allí, era como castigo por
mi mala conducta. Todo esto me lo explicó a lo largo del camino.
La clase donde me llevó me pareció el lugar más triste que he visto en mi vida. Todavía
lo estoy viendo: una habitación larga, con tres hileras de pupitres y seis de bancos, y todo
alrededor perchas para sombreros y pizarras. Trozos de cuadernos y de ejercicios
ensucian el suelo. Algunas cajas de gusanos de seda ruedan por encima de los pupitres.
Dos desgraciadas ratas blancas, abandonadas por su dueño, recorren de arriba abajo un
castillo muy sucio hecho de cartón y de alambre, y sus ojillos rojos buscan por todas
partes algo que comer. Un pajarillo, dentro de una jaula tan chica como él, hace un ruido
monótono saltando desde el palito al suelo y del suelo al palito; pero no canta ni silba. En
la habitación reina un olor extraño a insano a cuero podrido, a manzanas guardadas y a
libros apolillados. Y no podría haber más tinta vertida por toda ella si al construir la casa
hubieran olvidado poner techo y hubiera estado lloviendo, nevando o grani zando tinta
durante todas las estaciones del año.
Míster Mell me dejó solo mientras subía sus botas irreparables.