Charles Dickens | Page 55

Así y todo, no me consideraron formalmente admitido en la escuela hasta que hubo llegado James Steerforth. Me condujeron ante aquel muchacho (que tenía fama de saber mucho, y que era muy guapo y, por último, por lo menos seis años mayor que yo) como ante un juez. Debajo de un cobertizo del patio de recreo él inquirió la causa y los detalles de mi cruel castigo, y después tuvo la amabilidad de expresar su opinión diciendo que aquello era < una famosa infamia», lo que le agradecí ya para siempre. -¿Cuánto dinero tienes, pequeño Copperfield? - me dijo paseando conmigo después de juzgar el asunto en aquel tono. Le dije que siete chelines. -Te convendría más que lo guardara yo --dijo, Eso si te parece bien. Me apresuré a entregárselos, vaciando la bolsa de Peggotty en su mano. -¿Y no te gustaría gastar en nada ahora? - me preguntó. -No, gracias -repliqué. -Si quieres, puedes - insistió Steerforth-; me lo dices a mí... -No, gracias -repetí. -Quizá te gustaría gastarte dos chelines en una botella de licor de grosella; podríamos beberla poco a poco en el dormitorio - insistió Steerforth-. Creo que duermes en el mismo que yo. A mí nunca se me hubiera ocurrido una cosa semejante; pero dije que sí, que me gustaba mucho. -Muy bien --contestó Steerforth-, y estoy casi seguro de que también te gustaría gastar otro chelín en bizcochos de almendra, ¿eh? También dije que sí, que me gustaba mucho. -Y otro chelín, o así, en dulces, y otro en frutas, ¿qué te parece? ¿Quieres, pequeño Copperfield? Sonreí porque él también sonreía; pero un poco confuso. -Bien -dijo Steerforth-, haremos que dure lo más pos ible. Para ti, lo mejor es que esté en mi poder, pues salgo cuando quiero y puedo pasar bien el contrabando. Al decir esto se guardó el dinero y me dijo con mucho cariño que no me preocupase, que él tendría cuidado de que todo saliera a pedir de boca. Y cumplió su palabra: todo salió muy bien, si se puede decir eso de aquello que en el fondo de mi alma me parecía mal. Sentía que no había hecho buen use de las medias coronas de mi madre; sin embargo, conservé el papelito en que estaban envueltas (¡preciosa economía!). Cuando estuvimos en el dormitorio, Steerforth sacó el producto íntegro de los siete chelines y lo extendió encima de mi cama, diciendo: -Aquí está, joven Copperfield; ¡es un banquete regio! Sólo la idea de tener que hacer los honores del festín a mi edad y estando allí Steerforth hacía temblar mi mano. Por lo tanto, le rogué que me hiciera el favor de presidir la mesa, y mi petición fue secundada por los otros muchachos del mismo dormitorio. Steerforth accedió, y sentándose encima de mi almohada, repartió los manjares con perfecta equidad, debo recono cerlo. El licor de grosella lo fue dando uno a uno en una copa rota que era propiedad suya. Yo estaba sentado a su derecha; los demás, agrupados a nuestro alrededor, unos en las camas más próximas y otros en el suelo. ¡Cómo recuerdo aquella noche! Allí sentados, ¡cómo charlábamos en un susurro! Mejor dicho, charlaban: yo escuchaba en silencio. La luna entraba en la habitación por la ventana, dibujando otra pálida ventana en el suelo, y la ma yoría de nosotros estábamos en la oscuridad, excepto cuando Steerforth encendía un fósforo de su caja para buscar algo en la mesa, y era un instante de luz azul sobre todos nosotros. Un misterioso sentimiento, consecuencia de la oscuridad, del secreto del festín y del cuchichear de todos a mi al-