Recuerdo cómo me sorprendió muchísimo la comedia de todos asegurando que no habían
dormido en absoluto, y la extraña indignación con que lo aseguraban. Todavía persiste en
mí el sentimiento de asombro de aquel día, pues he observado invariablemente que, de
todas las debilidades humanas, la que menos dispuesto se está a reconocer es la de ha ber
dormido yendo en coche.
Lo extraño que me pareció Londres cuando lo vi a distancia, el convencimiento que
tenía de que todas las aventuras de mis héroes favoritos se renovaban allí, y cómo me
parecía que la ciudad aquella estaba más llena de maravillas y de crímenes que todas las
ciudades, no terminaría nunca de contarlo. Fuimos acercándonos poco a poco, y por fin
llegamos al barrio de Whitechapel, donde paraba la diligencia. He olvidado si aquello se
llamaba « El toro azul» o «El jabalí azul»; pero era algo azul, y lo que fuese estaba
pintado en la portezuela del coche.
El conductor me miró fijamente mientras bajaba y preguntó asomándose a la puerta de
las oficinas:
-Si hay alguien que pregunte por un muchacho llamado Murdstone, que viene de
Bloonderstone Sooffolk, que se acerque a reclamarle.
Nadie contestó.
-Intente usted diciendo Copperfield, ¿quiere hacer el favor? --dije bajando con temor
los ojos.
-Si hay alguien que busque a un muchacho inscrito con el nombre de Murdstone,
procedente de Bloonderstone Sooffolk, pero que responde al nombre de Copperfield, y
que debe esperar aquí a que le reclamen -dijo el conduc tor-, que venga. ¿No hay nadie?
No, no había nadie. Miré ansiosamente a mi alrededor; pero la pregunta no había
impresionado a ninguno de los presentes; sólo un hombre con polainas y tuerto sugirió la
idea de que lo mejor sería ponerme un collar y atarme en el establo como a un perro sin
dueño.
Pusieron una escala y bajé detrás de la señora que parecía un almiar, pues no me había
atrevido a move rme hasta que hubo quitado su cesta. Entre tanto, los viajeros ya habían
desocupado el coche; también habían sacado los equipajes, desenganchado los caballos, y
hasta la diligencia había sido conducida entre varios empleados fuera del camino, cuando
todavía no se había presentado nadie a reclamar al polvo riento niño que venía de
Bloonderstone.
Más solitario que Robinson Crusoe, pues aquel, por lo menos, no tenía a nadie que le
mirase mientras estaba solita rio, entré en las oficinas de la diligencia, y por invitación de
un empleado pasé a sentarme detrás del mostrador, en la báscula de pesar los equipajes.
Mientras estaba allí mirando los montones de maletas y libros y percibiendo el olor de las
cuadras (que para siempre estará asociado en mi memoria con aquella mañana), una
procesión de los más terribles pensamientos empezó a desfilar por mi cerebro.
Suponiendo que nadie se presentase a buscarme, ¿cuánto tiempo me permitirían estar
allí? ¿Podría estar hasta que se me terminaran los siete chelines? ¿Dormiría por la noche
en uno de aque llos departamentos de madera con los equipajes? Y por las mañanas,
¿tendría que lavarme en la bomba del patio? ¿O tendría que marcharme todas las noches
y esperar a que fuese de día y abrieran la oficina para entrar, por si acaso me habían
reclamado? ¿Y si aquello sólo hubiera sido una invención de míster Murdstone para
deshacerse de mí? ¿Qué me ocurriría? Si al menos me dejaran permanecer allí hasta que
se me terminaran los chelines; lo que no podía esperar ni remotamente era que me
dejasen continuar cuando empezase a morirme de hambre. Sería muy molesto para los
empleados, y además se exponía «El yo no sé qué azul» a tener que pagarme el entierro.
Si intentara volver a mi casa, ¿conseguiría encontrar el camino? ¿Sería posible que