Mi desgraciado amigo el camarero, que había recobrado todo su buen humor, no
parecía turbado lo más mínimo, y se unía a la admiración general sin la menor vergüenza.
Aun no teniendo la menor duda de él, esto podia haberme hecho dudar; pero creo que,
con la sencilla confianza de los niños y el natural respeto que se tiene a esa edad por los
que son mayo res (cualidad que me entristece mucho ver que los niños pierden tan
prematuramente), no se me ocurrió sospechar de él ni aun entonces.
Sin embargo, debo confesar que me molestaba mucho ser el objeto de las bromas entre
el cochero y el conductor, y estar oyéndoles, sin poder protestar, decir cosas como que el
coche se inclinaba por el peso hacia donde yo estaba, y que sería mucho mejor para mí
viajar en furgón. La historia de mi supuesto apetito se extendió pronto entre los viajeros,
a los que también divirtió mucho, y me preguntaban si en la escuela iba a pagar como si
fuésemos dos hermanos o tres, y que si el contrato lo habían hecho en las mismas
condicio nes que para los demás, y otras muchas cosas semejantes. Pero lo peor de todo
era que estaba convencido de que no me atrevería a comer nada cuando llegara la hora, y
que, después de haber comido poco, tendría que aguantar toda la noche el hambre, pues
en mi prisa había dejado olvidados los pasteles de Peggotty en el hotel. En efecto, mis
temores se confirmaron; pues cuando nos detuvimos para cenar, no tuve valor para tomar
nada, aunque tenía hambre, y me senté al lado de la chimenea, diciendo que no quería
nada. Esto no me libró de nuevas bromas, pues un caballero de voz ronca y rostro rojizo,
que había estado comiendo sandwiches todo el camino, excepto cuando bebía vino, dijo
que yo debía de ser como las boas, que en una comida tornan lo suficiente para unos
cuantos días; después de lo cual se sirvió un trozo enorme de carne cocida.
Habíamos salido de Yarmouth a las tres de la tarde y debíamos llegar a Londres a eso
de las ocho de la mañana si: Terminaba el verano y la noche era hermosa.
Cuando atravesábamos una aldea, yo trataba de figurarme cómo sería el interior de sus
casas y los que las habitaban; y cuando los chicos se encaramaban en el estribo de la diligencia, pensaba si tendrían padres y si serían felices en sus casas. Como se ve, no dejaba
de pensar un momento, aunque lo que más me preocupaba era el sitio donde me dirigía,
horrible motivo de reflexión. A veces recuerdo que me po nía a pensar en mi casa y en
Peggotty, y trataba confusamente de recordar cómo sentía y qué clase de niño era antes
de haber mordido a míster Murdstone; pero no lo conseguía. Me parecía que aquello
databa de la más remota antigüedad.
La noche fue menos alegre que la tarde, porque hacía frío. A mí me colocaron entre dos
caballeros (el de la cara roja y otro), por precaución no me fuera a caer. Y aquellos dos
señores, a cada cabezada que daban al dormir casi me despachurraban. Algunas veces me
oprimían tanto, que no podía por menos de gritar: «¡Oh, por favor»!, lo que les molestaba
extraordinariamente.
Enfrente llevaba a una señora vieja, envuelta en una capa de piel, y que en la oscuridad
más parecía un almiar que una señora, de tal modo iba empaquetada. Dicha señora
llevaba consigo una cesta que durante mucho tiempo estuvo sin saber dónde ponerla,
hasta que se le ocurrió meterla debajo de mis piernas, que eran las más cortitas. Aquello
era un horrible tormento y me hacía desgraciado, pues no dejaba de rozarme un instante.
Al menor movimiento la loza que contenía la cesta chocaba contra alguna otra cosa, y
entonces la señora me daba un golpe terrible con el pie y me decía:
-¿Quieres estarte quieto? ¡Tan chico y tan inquieto!
Por último, empezó a amanecer, y entonces me pareció que mis compañeros dormían
más tranquilos, desapareciendo las dificultades con que luchaban durante la noche y que
habían encontrado expresión en los más horribles ronquidos y resoplidos concebibles.
Conforme el sol subía, su sueño era más ligero, y poco a poco se iban despertando.