Charles Dickens | Page 45

-Es que el pudding de frutas -dijo cogiendo una gran cuchara- es lo que más me gusta. ¿No es una suerte? Vamos, pequeño, ¡a ver cuál de los dos lo come más deprisa! Como es natural, él era quien comía más deprisa. De vez en cuando me animaba para que intentara adelantarle; pero no había competencia posible entre su cucharón de servir y mi cucharilla de café, entre su agilidad y la mía, entre su apetito y el mío; tanto es así, que desde el primer momento perdí las esperanzas de ganarle. Pienso que nunca he visto a nadie saborear un pudding de aquel modo, y después de terminar, todavía se reía como si lo estuviera saboreando. Le encontré tan amable que me atreví a pedirle pluma, tinta y papel para escribir a Peggotty. No sólo me lo trajo al momento, sino que estuvo mirando por cncima do mi hombro mientras escribía la carta. Cuando terminé me preguntó que a qué escuela me mandaban. Yo dije: -A una cerca de Londres --que era lo que sabía. -¡Oh, Dios mío! -exclamó mirándome con compasión-. ¡Cuánto lo siento! -¿Por qué? -le pregunté. -Porque -dijo moviendo la cabeza - esa es la escuela donde han roto a un muchacho dos costillas, a un niño. Tendría, vamos a ver.. ¿Cuántos años tienes? Le dije que ocho y medio. -¡Precisamente su edad! -dijo-. Ocho años y seis meses tenía cuando le rompieron la primera costilla, y ocho años y ocho meses cuando le rompieron la segunda, y murió a consecuencia de ello. No pude disimular ante mí mismo ni ante el camarero la impresión que me hacía aquella desgraciada coincidencia, y pregunté cómo había sucedido. Su contestación no fue para animarme, pues consistió en estas terribles palabras: -De una paliza. El ruido de la diligencia en el patio fue una distracción oportuna, que me hizo preguntar algo confuso y en un tono entre orgulloso y desafiante, si le debía algo. -Un pliego de papel -me contestó---. ¿Has comprado alguna vez papel de cartas? No recordaba haberlo comprado nunca. -Es raro -dijo- a causa de los derechos. Tres peniques. Es la tarifa en esta región. Y no creo que lo tenga nadie, excepto el camarero. La tinta no se cuenta; soy yo quien pierde en ello. -¿Y qué sería.... cuánto sería..., cuánto daré..., cuánto será razonable para pagar al camarero? Dígame -balbucí enrojeciendo. -Si no tuviera una familia y esta familia no estuviera ahora enferma -dijo el camarerono aceptaría seis peniques. Si no tuviera que sostener a una madre anciana y a una encantadora hermanita (al llegar aquí pareció muy conmo vido), no aceptaría ni un cuarto de penique. Si tuviera un buen sueldo y me trataran bien, sería yo el que de buena gana ofrecería algo en lugar de aceptarlo. Pero vivo de los desperdicios y duermo en la carbonera... (Al llegar a esto el camarero se deshizo en lágrimas.) Me conmovieron mucho sus desgracias y sentí que una propina menor de nueve peniques demostraría un corazón muy duro. Así es que le di uno de mis relucientes chelines. Lo recibió con muchas bendiciones, y un momento después lo hacía sona r con la uña, para estar seguro de que no era malo. Lo que me desconcertó bastante al ir a subirme al coche fue observar que todos suponían que me había comido el almuerzo sin ayuda de nadie. Lo descubrí porque oí a la señora de la ventana, que le decía al cochero: «George, cuida bien de ese niño, no vaya a reventar». Y también al ver que todas las criadas de la casa se acercaban a contemplarme como a un fenómeno.