pudiera ir andando hasta tan lejos? Y además, ¿estaba seguro de que en casa quisieran
recibirme si volvía? Sólo estaba seguro de Peggotty. ¿Y si fuera a buscar a las
autoridades y me ofreciera como soldado o marino? Era un niño tan chico, que seguro no
querrían tomarme. Estos pensamientos y otros mil seme jantes me tenían febril de miedo y
emoción. Y estaba en lo más fuerte de mi fiebre cuando se presentó un hombre,
cuchicheó con el empleado, y este, levantándome de la báscula, me presentó como si
fuera un paquete vendido, pagado y pesado.
Mientras salía de la oficina con mi mano en la de aquel señor, le lancé una mirada. Era
un joven pálido y delgado, de mejillas hundidas y barbilla negra como la de míster
Murdstone. Pero esa era la única semejanza, pues llevaba las patillas afeitadas y sus
cabellos eran duros y ásperos. Iba vestido con un traje negro, también viejo y raído y que
le estaba corto, y llevaba un pañuelo blanco que no estaba muy limpio. No he supuesto
nunca, ni quiero suponerlo, que aquel pañuelo fuese la única prenda de ropa blanca que
llevase el joven; pero desde luego era lo único que se veía de ella.
-¿Es usted el nuevo alumno? - me preguntó.
-Sí, señor -dije.
Suponía que lo era, aunque no lo sabía.
-Yo soy un profesor de Salem House -me dijo.
Le saludé con miedo. Me avergonzaba aludir a una cosa tan vulgar como mi maleta
ante aquel profesor de Salem House; tanto, que hasta que no estuvimos a alguna distancia
no me atreví a decirlo. Ante mi humilde insinuación de que quizá después podría serme
útil, volvimos atrás, y dijo al empleado que tenía ya el mozo instrucciones para recogerla
a mediodía.
-Si hiciera usted el favor -dije cuando estuvimos, poco más o menos, a la distancia de
antes-. ¿,Es muy lejos?
-Por Blackheath -me dijo.
-¿Y eso está muy lejos, caballero? -pregunté tímido.
-Sí; es buena tirada; pero iremos en la diligencia. Habrá unas seis millas.
Estaba tan débil y cansado, que la idea de hacer otras seis millas sin restaurar mis
fuerzas me pareció imposible, y me atreví a decir que no había cenado aquella noche y
que si me permitía comprar algo de comer se lo agradecería. Se sorprendió bastante (le
veo todavía detenerse a mirarme), y después de unos segundos me dijo que sí; que él
tenía que visitar a una anciana que vivía allí cerca, y que lo mejor sería que comprase
algo de pan y cualquier otra cosa que me gustase y fuese sana y que en casa de la anciana
me lo comería. Además, allí podrían darme leche.
Entramos en una panadería, y después de proponer yo la compra de varios pasteles, que
él rechazó una a una, nos decidimos en favor de un apetitoso panecillito integral que
costó tres peniques. Además compramos un huevo y un trozo de tocino ahumado. Al
pagar me devolvieron tanta calderilla del segundo chelín, que Londres me pareció un sitio
muy barato. Con estas provisiones atravesamos, en medio de un ruido y un movimiento
horribles, un puente que debía de ser el puente de Londres (hasta creo que el profesor me
lo dijo, pero yo iba dormido), y llegamos a casa de la anciana, que vivía en un asilo,
como me figuré por su aspecto y supe por una inscripción que había sobre la piedra del
dintel, donde decía que había sido fundado para veinticinco ancianas pobres.
El profesor de Salem House abrió una de aquellas puertecitas negras, que eran todas
iguales y que tenía una ventanita de cristales a un lado y otra encima, y entramos en la
casita de una de aquellas pobres ancianas. Su dueña estaba atizando el fuego, sobre el que
había colocado un puchero. Al ver entrar a mi acompañante se dio un golpe con el