Por la mañana, miss Murdstone apareció como de costumbre y me dio la noticia de mi
partida, lo que no me sorprendió, como ella suponía. También me informó de que cuando
estuviera vestido bajase al comedor a tomar el desayuno. Allí encontré a mi madre, muy
pálida y con los ojos rojos. Corrí a su brazos y le pedí perdón desde el fondo de mi alma.
-¡Oh Davy! -exclamó ella-. ¿Cómo has sido capaz de hacer daño a una persona a la que
yo quiero? Trata de ser mejor. Ruega a Dios que te cambie. Te perdono; pero soy desgraciada, Davy, cuando pienso que tienes esas malas pasiones.
La habían convencido de que yo era muy malo, y eso la entristecía más que mi partida.
Lo sentí vivamente. Traté de tomar el desayuno; pero mis lágrimas caían en el pan con
manteca y rociaban el té. Vi que mi madre me miraba y después lanzaba una ojeada a
miss Murdstone, que estaba allí de plantón a nuestro lado; después miraba al suelo o a lo
lejos.
-¡La maleta del señorito, aquí! -dijo miss Murdstone cuando se oyó el rodar del carro
ante la verja.
Miré, buscando a Peggotty; pero no estaba. Tampoco apa reció míster Murdstone. Mi
antiguo amigo el cochero me esperaba en la puerta. Metieron la maleta en el carro.
-¡Clara! -dijo miss Murdstone en su tono de reproche.
-Estoy dispuesta, Jane mía -contestó mi madre-. Adiós, Davy; si vas, es por tu bien.
¡Adiós, hijo mío! Volve rás para las vacaciones. Te lo ruego, sé bueno.
-¡Clara! -repitió miss Murdstone.
-Vale, mi querida Jane ---dijo mi madre, que me tenía en sus brazos-. Te perdono, hijo
mío, y ¡que Dios te bendiga!
-¡Clara! -repitió miss Murdstone, y fue tan buena, que me acompañó al carro.
Por el camino me dijo que esperaba que me arrepentiría antes de tener un mal fin.
Subí al coche, y el perezoso caballo lo arrastró.
CAPÍTULO V
ME ALEJAN DEL HOGAR
Habíamos andado como una media milla y mi pañuelo estaba completamente
empapado cuando el carro se paró brus camente.
Miré para ver lo que pasaba, y con gran asombro vi a Peggotty surgiendo de un arbusto
y encaramándose en el carro. Me cogió en sus brazos y me estrechó contra el corsé con
tal fuerza, que casi me deshizo la nariz, aunque yo no me di cuenta de ello hasta después
de un rato, al ver que me dolía. Peggotty no pronunció palabra. Soltándome con uno de
los brazos, se lo hundió en el bolsillo hasta el codo y sacó unos paquetes llenos de dulces,
que introdujo en los míos, y puso entre mis manos una bolsa, todo sin desplegar los
labios. Después, dándome otro abrazo de despedida, bajó del carro y se marchó
corriendo; estoy seguro de que se fue sin un solo botón en la blusa. Yo cogí uno, entre
varios que habían caído a mi alrededor, y lo guardé durante mucho tiempo como un
tesoro.
El carretero me miró, como preguntándome si ya no volvería. Sacudí la cabeza y le dije
que creía que no.
-Entonces ¡en marcha! - le dijo a su caballo.
Y, efectivamente, este se puso en marcha.
Después de llorar cuanto me fue posible empecé a comprender que no conducía a nada
el llorar de aquel modo, principalmente porque ni Roderich Ramdom ni el capitán de la
marina real inglesa habían llorado nunca, ni aun en las situaciones más críticas. El
carretero, viéndome con aquella resolución---me propuso poner a secar el pañuelo en el