lomo de su caballo. Le di las gracias, consintiendo, y el pañuelo me parecía ridículamente
pequeño colocado allí.
No tardé en examinar la bolsa. Era un portamonedas fuerte de cuero, que contenía tres
chelines muy brillantes, evidentemente pulidos con esmero por Peggotty para mi mayor
satisfacción; pero, su más precioso teso ro eran dos medias coronas, que encontré
envueltas en un papelito, en el que se leía, de letra de mi madre: «Para Davy, con mi
cariño».
Esto me conmovió de tal manera, que pedí a Barkis (el cochero se llamaba así) que
tuviera la bondad de devolverme mi pañuelo; pero me contestó que le parecía más
prudente que siguiera sin él, y comprendiendo que tenía razón, me sequé los ojos con la
manga y dejé de llorar.
Había dejado de llorar del todo; pero a consecuencia de mis emociones, todavía me
sacudía de vez en cuando un profundo sollozo.
Después de haber viajado así durante un rato pregunté a Barkis si iba a llevarme él todo
el camino.
-¿Todo el camino a dónde? - me preguntó.
-Allí -dije.
-¿Y dónde es allí? - insistió el hombre.
-Cerca de Londres --dije.
-Pero este caballo - me contestó, sacudiendo las riendas para que le mirase- estaría más
muerto que un cochinillo asado antes de la mitad del camino.
-¿Entonces no va usted más que a Yarmouth? -pregunté.
-Eso es -dijo Barkis-. Allí tendrás que tomar la diligenc ia, y la diligencia te llevará
hasta... donde vas.
Como es to era mucho hablar para él, pues ya observé en un capítulo precedente que era
hombre flemático y nada charlatán, le ofrecí un bizcocho en agradecimiento, y se lo
zampó de un bocado, exactamente como lo hubiera hecho un elefante, y en su rostro no
se observó más impresión de la que se hubiera observado en el del elefante.
-¿Es ella quien los ha hecho? -preguntó, inclinado, como siempre, hacia delante y con
un brazo sobre cada rodilla.
-¿Se refiere usted a Peggotty?
-Sí --contestó Barkis.
-Sí; en casa es ella quien hace los pasteles y toda la cocina.
-Según eso, ¿lo hace ella?
Y Barkis puso la boca como si fuera a silbar, pero no silbó. Se inclinó a mirar las orejas
de su caballo, como si viera en ell as algo nuevo, y así continuó durante mucho tiempo.
-¿Y amorcillos no habrá, supongo?
-¿Se refiere usted a los amorcillos de dulce, míster Barkis? -pregunté, creyendo que le
apetecían.
-Novios -dijo Barkis-. Noviazgos. ¿No habla nadie con ella?
-¿Con Peggotty?
-Sí.
-¡Oh, no! Nunca ha tenido novio.
-¿Nunca lo ha tenido?
Y de nuevo Barkis puso la boca como si fuera a silbar y no silbó, y volvió a la
contemplación de las orejas de su caballo.
-Según eso -dijo después de un largo rato de reflexión- ¿ella es quien hace todas las
tartas de manzana y toda la cocina?
Respondí que así era.