doce palabras; después me quedo mudo. Me doy cuenta de que mi madre querría enseñarme el libro si se atreviera; pero que no se atreve, y me dice con dulzura:
-¡Oh Davy, Davy!
-Ahora, Clara, hay que tener firmeza con el chico -dice míster Murdstone -. No digas
«Davy, Davy> ; es una niñería. ¿Se sabe la lección o no se la sabe?
-¡No se la sabe! -interrumpe miss Murdstone con voz terrible.
-Realmente, me temo que no la sabe bien -dice mi madre.
-Entonces, Clara - insiste miss Murdstone-, lo mejor que puedes hacer es obligarle a que
vuelva a estudiarla.
-Eso es lo que iba a hacer, querida Jane -dice mi madre-. Vamos, Davy; empiézala otra
vez y no seas torpe.
Obedezco a la primera cláusula del mandato y empiezo de nuevo; pero no consigo
obedecer la segunda, pues estoy cada vez más torpe. Me detengo mucho antes de llegar
donde la vez anterior, en un punto que sabía no hacía dos minutos, y me paro a pensar.
Pero no puedo pensar en la lección. Pienso en el número de metros de tul que habrá
empleado en su cofia miss Murdstone, o en lo que habrá costado el batín de su hermano,
o en algún otro problema igual de ridículo, que no me importa nada y del que nada puedo
sacar. Míster Murdstone hace un movimiento de impaciencia, que yo esperaba desde
hacía bastante rato. Miss Murdstone lo repite. Mi madre los mira con sumisión, cierra el
libro y lo deja a un lado, como tarea atrasada que habrá que repetir cuando haya
terminado las demás.
Los libros que hay que repetir van aumentando como una bola de nieve, y cuanto más
aumentan más torpe me vuelvo. El caso es tan desesperado, y me parece que quieren llenarme la cabeza de tantas tonterías, que pierdo la esperanza de salir bien de ello y me
dejo llevar por la suerte.
La desesperación con que mamá y yo nos miramos a cada equivocación mía es
profundamente melancólica. Pero lo más horrible de esas desgraciadas lecciones es
cuando mi madre, creyendo que nadie la ve, trata de orientarme con el movimiento de sus
labios. Al momento miss Murdstone, que está espiando para no dejar pasar nada, dice con
voz de profunda agresividad:
-¡Clara!
Mi madre se estremece, se sonroja y sonríe débilmente. Míster Murdstone se levanta de
su silla, coge el libro y me lo tira a la cabeza o me pega con él en las orejas; después me
saca de la habitación agarrándome por los hombros.
Si, por casualidad, las lecciones no han estado tan mal todavía me falta lo peor, bajo la
forma de un problema feroz. El mismo míster Murdstone lo ha inventado para mí y lo expone oralmente. Empieza: «Si voy a una tienda de quesos y compro cinco mil quesos de
Gloucester a cuatro peniques y medio cada uno ...». Entre tanto yo veo la secreta alegría
de miss Murdstone y medito sobre los quesos sin el menor resultado, sin el menor rayo de
luz hasta la ho ra de almorzar, en que ya estoy como un mulato a fuerza de restregar en la
pizarra. Entonces miss Murdstone me da un pedazo de pan seco para ayudarme a resolver
el problema, y se me considera castigado para toda la tarde.
Desde la distancia que da el tiempo, me parece que mis lecciones terminaban por lo
general de esta manera... Y yo habría sabido hacerlo si no hubieran estado ellos delante;
pero su influencia sobre mí era como la fascinación de dos serpientes sobre un pajarillo.
Y aun cuando pasara la ma ñana con un crédito tolerable, sólo ganaba con ello la comida;
pues miss Murdstone no podía soportar el verme sin tarea y, en cuanto se percataba de
que no hacía nada, llamaba la atención de su hermano sobre mí diciendo: «Clara, querida
mía, no hay nada como el trabajo; pon algún ejercicio a tu hijo», lo que me proporcionaba