cristales de la ventana, que hacían arrugas y joroba! en el paisaje; en el lavabo con sus
tres patas, que debía de tener aspecto de descontento o algo así, porque no sé por qué me
recordaba a mistress Gudmige los días en que estaba bajo la influencia del recuerdo del
«viejo» . No dejaba de llorar; pero, aparte de porque me sentía muy desgraciado y muerto
de frío, no sabía por qué lloraba. Por último, en mi desolación, empecé a darme cuenta de
que estaba apasionadamente enamorado de la pequeña Emily y de que me habían
separado de ella para traerme aquí, donde nadie parecía necesitarme. Esto era lo que más
me entristecía, y dándolo vueltas, terminé por hacerme un ovillo debajo de las mantas y
dormirme llorando.
Alguien me despertó diciendo: «Aquí está», y al mismo tiempo destapaban mi cabeza
ardiente. Mi madre y Peggotty me buscaban, y era una de ellas la que había hablado.
-Davy --dijo mi madre-, ¿qué te pasa?
Pensé que era muy extraño que me preguntara aquello, y contesté:
-Nada.
Y recuerdo que volví la cabeza, pues el temblor de mis labios le hubiera contestado con
mayor claridad.
-¡Davy -repitió mi madre-, Davy! ¡Hijo mío!
No hubiera podido pronunciar otras palabras que me emocionaran más en aquel
momento que decirme «hijo mío». Oculté mis lágrimas en la almohada, y la rechacé con
la mano cuando quiso atraerme a ella.
-Esta es la obra de tu crueldad, Peggotty -dijo mi madre-. Estoy segura de que tienes la
culpa, y me sorprende que tengas conciencia para poner a mi hijo contra mí o contra
cualquiera de los que yo quiero. ¿Qué quiere decir esto, Peggotty?
La pobre Peggotty, alzando sus ojos y sus manos al cielo, contestó con una especie de
oración de gracias que yo solía repetir después de comer:
-Que Dios la perdone, mistress Copperfield, por lo que ha dicho, y que nunca tenga que
arrepentirse de ello.
-Es para volverse loca -exclamó mi madre-. ¡Y en mi luna de miel, cuando mi más
cruel enemigo no sería capaz de arrebatarme ni un pedacito de paz y de felicidad! Davy,
eres un niño muy malo. Peggotty, eres un criatura salvaje. ¡Oh Dios mío! -gritaba mi
madre, volviéndose de uno a otro de nosotros en su irritación caprichosa---. ¡Qué triste es
la vida hasta cuando uno se cree con el mayor derecho para esperar que sea lo más
agradable posible!
Sentí que una mano me tocaba, y conocí que no era la suya ni la de Peggotty, y me
deslicé al suelo, al lado de la cama. Era míster Murdstone, que me cogía de un brazo, diciendo:
-¿Qué sucede? Clara, amor mío, ¿lo has olvidado? Fir meza, querida.
-Estoy muy triste, Edward -dijo mi madre-; me proponía ser buena; pero ¡estoy tan
desesperada ...!
-Verdaderamente -contestó él-, no me gusta oírte decir eso tan pronto, Clara.
-Digo que es muy duro que me hagan sufrir ahora -insistió mi madre a punto de llorar-.
¿No te parece que es cruel?
Él la atrajo hacia sí, le murmuró algo al oído y la besó. Y yo supe para siempre, cuando
vi la cabeza de mi madre apoyada en su hombro y su brazo rodeándole el cuello, supe
perfectamente que la naturaleza flexible de mi madre se doble garía como él quisiera. Lo
supe desde entonces, y así fue.
-Vete, amor mío --dijo míster Murdstone-. David y yo bajaremos juntos. Amiga mía
--dijo, volviéndose hacia Peggotty con cara amenazadora cuando salió mi madre, despidiéndose de ella con una sonrisa-. ¿Sabe usted el nombre de su señora?