-Sí. ¿Por qué no estaba en la puerta? ¿Por qué hemos entrado aquí? ¡Oh Peggotty!
Se me llenaban los ojos de lágrimas, y sentí como si fuera a caerme.
-¡Dios te bendiga, niño querido! --exclamó Peggotty sosteniéndome -. Pero ¿qué te
pasa? ¡Habla, pequeño!
-¿Se ha muerto también? ¡Oh! ¿Se ha muerto, Peggotty?
-No -gritó Peggotty con una energía de voz atrona dora.
Y se sentó y empezó a jadear, diciendo que aquello había sido un golpe tremendo.
Le di un abrazo para disminuir el golpe, o para darle otro más directo, y después
permanecí en pie ante ella, mirándola ansiosamente.
-¿Sabes, querido? Debía habértelo dicho antes -dijo Peggotty-; pero no he encontrado
oportunidad. Debía ha berlo hecho; pero no podía decidirme.
Estas fueron, exactamente, las palabras de Peggotty.
-Sigue, Peggotty -dije, todavía más asustado que antes.
-Señorito Davy -dijo Peggotty desanudando su cofia de un manotazo y hablando de una
manera entrecortada-. Pero ¿qué te pasa? Es sencillamente que tienes de nuevo un papá.
Temblé y me puse pálido. Algo (no sé qué ni cómo) unido con la tumba del cementerio
y la resurrección de los muertos pareció rozarme como un viento mortal.
-Otro nuevo -añadió Peggotty.
-¿Otro nuevo? -repetí yo.
Peggotty tosió un poco, como si se hubiera tragado algo demasiado duro, y
agarrándome de la manga dijo:
-Ven a verle.
-No lo quiero ver.
-Y a tu mamá -dijo Peggotty.
Ya no retrocedí, y fuimos directamente al salón, donde ella me dejó.
A un lado de la chimenea estaba sentada mi madre; al otro, míster Murdstone. Mi
madre dejó caer su labor y se levantó precipitadamente; pero me pareció que con timidez.
-Ahora, mi querida Clara -dijo míster Murdstone-, ¡acuérdate! ¡Hay que dominarse
siempre! ¡Dominarse! ¡Hola, muchacho! ¿Cómo es tás?
Le di la mano. Después de un momento de duda fui y besé a mi madre; ella me besó y
me acarició dulcemente en el hombro. Después se volvió a sentar con su labor. Yo no
podía mirarla; tampoco podía mirarle a él. Estaba convencido de que nos observaba, y me
volví hacia la ventana y miré los arbustos, mojados en el frío. Tan pronto como pude
escapar me subí al piso de arriba. Mi antigua y querida alcoba no existía; tenía que
habitar mucho más lejos. Volví a bajar las escaleras, con la esperanza de encontrar algo
que no hubiera cambiado. Todo estaba distinto. Entré en el patio; pero al momento tuve
que salir huyendo, pues de la caseta de perro, antes abandonada, salió un perrazo (de
profundas fauces y pelo negro como él) que se lanzó con furia hacia mí, como para
morderme.
CAPÍTULO IV
CAIGO EN DESGRACIA
Si, incluso hoy, pudiera llamar como testigo a la habitación donde me habían trasladado
(¿quién dormirá allí ahora? Me gustaría saberlo), podría decir con qué tristeza en el
corazón entré en ella. Subí la escalera oyendo al perro, que seguía ladrándome desde el
patio. La habitación me pareció triste y extraña, tan triste como lo estaba yo. Sentado con
las manos cruzadas pensaba..., pensaba en las cosas más raras: en la forma de la
habitación, en las grietas del techo, en el papel de las paredes, en los defectos de los