Yo no comprendía bien quién era el viejo en quien suponían que tenía puesto el
pensamiento mistress Gudmige, hasta que Peggotty, al acostarme, me explicó que se
trataba del difunto míster Gudmige, y que su hermano siempre la compadecía muy
sinceramente en aquellas ocasiones y hasta se conmovía. Un rato después, cuando ya se
había acostado en su hamaca, le oí repetirle a Ham: «Pobrecilla, ha estado pensando en el
viejo». Y siempre que mistress Gudmige estuvo de aquel humor, durante nuestra estancia
allí (lo que sucedía muy a menudo), él repetía la misma disculpa, siempre con igual
conmiseración.
Así pasaron los quince días, sin más variación que las de las mareas, que alteraban las
horas de ir y venir de míster Peggotty, y también las ocupaciones de Ham. Este último,
cuando no tenía trabajo, se venía de paseo con nosotros y nos enseñaba los barcos y los
buques, y una o dos veces nos embarcó con él. No sé por qué a veces una ligera
impresión se asocia más particularmente con un sitio que otras, aunque creo que esto le
sucede a la mayoría de la gente; sobre todo me refiero a las asociaciones de la infancia.
Nunca he oído o leído el nombre de Yarmouth sin recordar al momento cierto domingo
por la mañana en la playa: las campanas sonaban en la iglesia; la pequeña Emily se
apoyaba en mi hombro; Ham lanzaba perezosamente piedras al agua; y el sol, a lo lejos,
en el mar, salía de la niebla como su propio espectro.
Por último llegó el día de volver a casa. Tenía valor para separarme de míster Peggotty
y de mistress Gudmige; pero la angustia de mi espíritu al dejar a la pequeña Emily era
agudísima. Fuimos del brazo hasta la posada donde paraba el carretero. Yo, en el camino,
le prometí escribirle (más adelante cumplí mi promesa con letras más grandes que las de
los anuncios que se ponen en los pisos para alquilar). A1 partir, nuestra emoción fue
enorme, y si alguna vez en mi vida he sentido hacerse el vacío en mi corazón, fue aquel
día.
Durante el tiempo de mi visita me había despreocupado de mi casa, y había pensado
poco o nada en ella. Pero tan pronto como estuve en camino, mi infantil conciencia
parecía reprochármelo, señalándome la ruta con el dedo, y cuanto más abatido estaba mi
espíritu, más sentía que aquél era mi refugio y mi madre la amiga que mas me consolaba.
Este sentimiento se apoderaba de mí cada vez con mayor fuerza a medida que
avanzábamos y que las cosas familiares salían a nuestro encuentro, y me sentía cada vez
más excitado por el deseo de encontrarme en sus brazos.
Peggotty, en lugar de unirse a mi alegría, trataba de calmarla (aunque muy tiernamente)
y parecía confusa y descontenta.
A pesar suyo, Blooderstone Rookery saldría a nuestro encuentro en cuanto quisiera el
caballo del carretero. Y ¡qué bien recuerdo cómo lo vi en aquella tarde fría y gris, con el
cielo nublado amenazando lluvia!
La puerta se abrió y yo miré, mitad riendo, mitad llorando, con la agitación de mi
alegría. Pero ¡no era mamá!; era una criada extraña.
-¡Cómo, Peggotty! -dije tristemente-. ¿Será que mamá no ha vuelto todavía a casa?
-Sí, sí, Davy -dijo Peggotty-; ha vuelto. Espera un momento y te... diré una cosa.
Entre su nerviosismo y su natural torpeza al bajarse del carro, Peggotty estaba haciendo
las contorsiones más extravagantes; pero yo estaba demasiado desconcertado para de cirle
nada. Cuando bajó me cogió de la mano y, con gran sorpresa para mí, me metió en la
cocina y cerró la puerta.
-¡Peggotty! -dije completamente asustado---. ¿Qué sucede?
-No ocurre nada. ¡Dios lo bendiga, mi querido Davy! -contestó fingiendo alegría.
-Ha ocurrido algo, estoy seguro. ¿Dónde está mamá?
-¿Dónde está mamá, señorito Davy? -me imitó Peggotty.