aquello nos decepcionaba; pero ella dijo que lo sentía más que nadie; y se puso a llorar de
nuevo, haciendo aquella formal declaración con gran amargura.
Así, cuando míster Peggotty volvió a casa, a eso de las nueve, la desgraciada mistress
Gudmige hacía media en su rincón con el aspecto más miserable del mundo. Peggotty
trabajaba alegremente; Ham estaba arreglando un gran par de botas de agua, y yo y
Emily, sentados uno al lado del otro, leíamos en voz alta. Mistress Gudmige, desde que
tomamos el té, no había hecho más observación que lanzar un suspiro desolado, y
después no volvió a levantar los ojos.
-Bien, compañeros -dijo míster Peggotty sentándose-: ¿cómo vamos?
Todos le dijimos algo y le miramos, dándole la bienve nida, excepto mistress Gudmige,
que únicamente inclinó más su cabeza sobre la labor.
-¿Qué ha sucedido? -dijo míster Peggotty con una palmada-. ¡Vamos, valor, vieja
comadre!
Mistress Gudmige no parecía muy dispuesta a tener valor. Sacó un viejo pañuelo negro
de seda para enjugarse los ojos, no lo guardó, volvió a enjugárselos y de nuevo volvió a
dejarlo fuera preparado para otra ocasión.
-¿Qué pasa, mujer? -repitió míster Peggotty.
-Nada -respondió mistress Gudmige-. ¿Viene usted de «La Afición», Dan?
-Sí; esta noche le he hecho una visita --dijo míster Peggotty.
-Me apena mucho el obligarle a ir allí -dijo mistress Gudmige.
-¡Obligarme! Si no necesito que me obliguen -respondió míster Peggotty con una risa
franca-. Estoy siempre dispuesto a ir.
-Muy dispuesto --dijo mistress Gudmige, sacudiendo la cabeza y enjugándose los ojos
de nuevo, Sí, sí, muy dispuesto; es precisamente lo que me entristece, que sea por mi
culpa por lo que está usted tan dispuesto.
-¡Por su culpa! No es por su culpa -dijo míster Peggotty-, no lo crea.
-Sí, sí lo es --exclamó ella-. Yo sé lo que me digo. Yo sé que soy una criatura sola y sin
recursos, y que no solamente todo va contra mí, sino que yo contrarío a todo el mundo.
Sí, sí, yo siento más que los demás y lo demuestro más, ¡esa es mi desgracia!
Yo no podía por menos de pensar, mientras le oía todo aquello, que la desgracia se
extendía a algunos otros miembros de la familia además de a ella. Pero a míster Peggotty
no se le ocurrió hacer semejante observación, limitándose a contestarla con otro ruego
para que tuviera valor.
-Yo misma no sé lo que desearía ser; pero sé lo que soy. Mis desgracias me han
agriado. Las siento, y veo que me vuelven agria. Desearía no sentir, pero siento. Quisiera
poder ser dura de corazón; pero no puedo. Hago la casa insoportable, y no me sorprende.
Hoy mismo he estado todo el día molestando a su hermana y al señorito Davy.
Al oír esto me sentí conmovido y grité con gran turbación:
-¡No, no nos ha hecho usted nada, mistress Gudmige!
-Comprendo que no debía decirlo; pero preferiría ir al asilo y morir allí. Soy una
criatura sola y sin recursos, y es mucho mejor que no siga aquí fastidiando. Sí, las cosas
van contra mí, y yo también voy contra todo. Déjenme que vaya a llevar la contraria en el
asilo. Dan, lo mejor es que me vaya allí y le libre de esta pejiguera.
Mistress Gudmige se retiró con estas palabras y se metió en la cama. Cuando se hubo
marchado, míster Peggotty, que sólo había demostrado un sentimiento de profunda
simpatía, nos miró a todos, y mo viendo la cabeza todavía con una marcada expresión del
mismo sentimiento, dijo en un murmullo:
-Es que ha estado pensando en el «viejo» .