Charles Dickens | Page 27

aquello nos decepcionaba; pero ella dijo que lo sentía más que nadie; y se puso a llorar de nuevo, haciendo aquella formal declaración con gran amargura. Así, cuando míster Peggotty volvió a casa, a eso de las nueve, la desgraciada mistress Gudmige hacía media en su rincón con el aspecto más miserable del mundo. Peggotty trabajaba alegremente; Ham estaba arreglando un gran par de botas de agua, y yo y Emily, sentados uno al lado del otro, leíamos en voz alta. Mistress Gudmige, desde que tomamos el té, no había hecho más observación que lanzar un suspiro desolado, y después no volvió a levantar los ojos. -Bien, compañeros -dijo míster Peggotty sentándose-: ¿cómo vamos? Todos le dijimos algo y le miramos, dándole la bienve nida, excepto mistress Gudmige, que únicamente inclinó más su cabeza sobre la labor. -¿Qué ha sucedido? -dijo míster Peggotty con una palmada-. ¡Vamos, valor, vieja comadre! Mistress Gudmige no parecía muy dispuesta a tener valor. Sacó un viejo pañuelo negro de seda para enjugarse los ojos, no lo guardó, volvió a enjugárselos y de nuevo volvió a dejarlo fuera preparado para otra ocasión. -¿Qué pasa, mujer? -repitió míster Peggotty. -Nada -respondió mistress Gudmige-. ¿Viene usted de «La Afición», Dan? -Sí; esta noche le he hecho una visita --dijo míster Peggotty. -Me apena mucho el obligarle a ir allí -dijo mistress Gudmige. -¡Obligarme! Si no necesito que me obliguen -respondió míster Peggotty con una risa franca-. Estoy siempre dispuesto a ir. -Muy dispuesto --dijo mistress Gudmige, sacudiendo la cabeza y enjugándose los ojos de nuevo, Sí, sí, muy dispuesto; es precisamente lo que me entristece, que sea por mi culpa por lo que está usted tan dispuesto. -¡Por su culpa! No es por su culpa -dijo míster Peggotty-, no lo crea. -Sí, sí lo es --exclamó ella-. Yo sé lo que me digo. Yo sé que soy una criatura sola y sin recursos, y que no solamente todo va contra mí, sino que yo contrarío a todo el mundo. Sí, sí, yo siento más que los demás y lo demuestro más, ¡esa es mi desgracia! Yo no podía por menos de pensar, mientras le oía todo aquello, que la desgracia se extendía a algunos otros miembros de la familia además de a ella. Pero a míster Peggotty no se le ocurrió hacer semejante observación, limitándose a contestarla con otro ruego para que tuviera valor. -Yo misma no sé lo que desearía ser; pero sé lo que soy. Mis desgracias me han agriado. Las siento, y veo que me vuelven agria. Desearía no sentir, pero siento. Quisiera poder ser dura de corazón; pero no puedo. Hago la casa insoportable, y no me sorprende. Hoy mismo he estado todo el día molestando a su hermana y al señorito Davy. Al oír esto me sentí conmovido y grité con gran turbación: -¡No, no nos ha hecho usted nada, mistress Gudmige! -Comprendo que no debía decirlo; pero preferiría ir al asilo y morir allí. Soy una criatura sola y sin recursos, y es mucho mejor que no siga aquí fastidiando. Sí, las cosas van contra mí, y yo también voy contra todo. Déjenme que vaya a llevar la contraria en el asilo. Dan, lo mejor es que me vaya allí y le libre de esta pejiguera. Mistress Gudmige se retiró con estas palabras y se metió en la cama. Cuando se hubo marchado, míster Peggotty, que sólo había demostrado un sentimiento de profunda simpatía, nos miró a todos, y mo viendo la cabeza todavía con una marcada expresión del mismo sentimiento, dijo en un murmullo: -Es que ha estado pensando en el «viejo» .