alrededor de aquella niña de ojos azules algo tan etéreo que hacía de ella un verdadero
ángel; tanto es así, que si en una mañana radiante la hubiera visto desplegar sus alas y
desaparecer volando ante mis ojos, no me habría parecido extraño ni imposible.
Acostumbrábamos a pasear cariñosamente horas y horas por la monótona llanura de
Yarmouth. Y los días discurrían por nosotros como si el tiempo tampoco pasara y,
convertido en niño, estuviera siempre dispuesto a jugar con nosotros. Yo le decía a Emily
que la adoraba, y que si ella no confesaba adorarme también me vería obligado a
atravesarme con una espada. Y ella me respondía que sí con cariño, y estoy seguro de que
era así.
En cuanto a pensar en la desigualdad de nuestras condiciones, o en nuestra juventud, o
en cualquier otra dificultad, no se nos ocurría nunca. No nos preocupábamos, porque no
se nos ocurría pensar en el futuro; no nos interesaba lo que pudiéramos hacer más
adelante, como tampoco lo que ha bíamos hecho anteriormente.
Mistress Gudmige y Peggotty no cesaban de admirarnos, y cuchicheaban por la noche,
cuando estábamos tiernamente sentados uno al lado del otro en nuestro cajon cito: «Dios
mío, ¿pero no es un encanto?». Míster Peggotty nos sonreía fumando su pipa, y Ham se
pasaba la noche haciendo gestos de satisfacción, sin decir nada. Yo supongo que
encontraban en nosotros la misma satisfacción que encontrarían en un juguete bonito o en
un modelo de bolsillo del Coliseo.
Pronto me pareció que mistress Gudmige no era siempre todo lo agradable que podía
esperarse, dadas las circunstancias de su residencia en aquella casa. Mistress Gudmige estaba casi siempre de mal humor y se quejaba más de lo de bido, para no incomodar a los
demás en un sitio tan chico. Lo sentí mucho por ella; pero había momentos en que habría
sido más agradable (yo creo) si mistress Gudmige hubiera tenido una habitación para ella
sola, donde retirarse a esperar a que renaciera su buen humor.
Míster Peggotty iba en algunas ocasiones a una taberna llamada «La Afición». Lo
descubrí porque la segunda o ter cera noche después de nuestra llegada, antes de que él
volviera, mistress Gudmige miraba el reloj entre las ocho y las nueve, diciendo que
míster Peggotty estaba en la taberna y, lo que es más, que desde por la mañana sabía que
iría.
Había estado todo el día muy abatida, y por la tarde se había deshecho en llanto porque
salía humo de la lumbre.
-Soy una criatura sola y sin recursos - fueron las palabras de mistress Gudmige cuando
ocurrió aquella desgracia-, todo va contra mí.
-Eso pasa pronto --dijo Peggotty (me refiero de nuevo a nuestra Peggotty)-, y además,
como usted puede comprender, no es menos desagradable para nosotros que para usted.
-¡Yo lo siento más! --exclamó mistress Gudmige.
Era un día muy crudo y el viento cortaba de frío. Mistress Gudmige estaba en su rincón
de costumbre al lado del fuego, que a mí me parecía el más calentito y confortable, y su
silla era sin duda la más cómoda de todas. Pero aquel día nada le parecía bien. Se quejaba
constantemente del frío, diciendo que le producía un dolor en la espalda, que llamaba «
hormiguillo». Por último, empezó de nuevo a llorar, repitiendo que « era una criatura sola
y sin recursos, y que todo iba contra ella».
-Es verdad que hace mucho frío --dijo Peggotty-; pero todos lo sentimos igual.
-¡Yo lo siento más que nadie! -dijo mistress Gudmige.
Y lo mismo sucedió en la comida, aunque a ella se la servía inmediatamente después
que a mí, que se me daba prefe rencia como si fuera un invitado de distinción. El pescado
le pareció pequeño y las patatas se habían quemado un poco. Todos reconocimos que