-Me gustaría mucho, porque entonces todos seríamos damas y caballeros: yo, mi tío,
Ham y mistress Gudmige. Y entonces no nos preocuparíamos cuando hubiese tormenta.
Quiero decir por nosotros mismos, pues estoy segura de que nos preocuparíamos mucho
por los pobres pescadores y los ayudaríamos con dinero cuando les sucediera algún percance.
Este cuadro me pareció tan hermoso, que lo encontré bas tante probable, y expresé la
alegría que me causaba pensar en ello. La pequeña Emily tuvo entonces el valor de
decirme, tímidamente:
-Y ahora ¿no crees que te da miedo el mar?
En aquel momento el mar estaba lo bastante en calma como para no asustarme; pero no
dudo de que si hubiera visto una ola moderadamente grande avanzar hacia mí hubiese
huido ante el pavoroso recuerdo de todos aquellos parientes ahogados. Sin embargo, le
contesté: «No», y añadí: «Y tú tampoco me parece que le temas como dices», pues en
aquel momento andaba por el borde de una especie de antiguo rompeolas de madera, por
el que nos habíamos aventurado, y me daba miedo no se fuera a caer.
-No es esto lo que me asusta -dijo Emily-. Le temo cuando ruge, y tiemblo pensando en
el tío Dan y en Ham, y me parece oír sus gritos de socorro. Por eso es por lo que me
gustaría ser una dama. Pero de esto no me da ni pizca de miedo. ¡Mira!
Y de repente se escapó de mi lado y echó a correr por un madero que, saliendo del sitio
en que estábamos, dominaba el agua profunda desde bastante altura y sin la menor
protección.
El incidente está tan grabado en mi memoria, que si fuera pintor podría dibujarlo ahora
tan claramente como si fuese aquel día: la pequeña Emily corriendo hacia su muerte
(como entonces me pareció), con una mirada, que no olvidaré nunca, dirigida a lo lejos,
hacia el mar. Su figurita, ligera, valiente y ágil, volvió pronto sana y salva hacia mí, y yo
me reí de mis temores y del grito inútil que había dado, pues además no había nadie
cerca. Pero ha habido veces, muchas veces, cuando ya era un hombre, que he pensado
que era posible (entre las posibilidades de las cosas ocultas) que hubiera en la súbita
temeridad de la niña y en su mirada de desafío a la lejanía cierto instintivo placer por el
peligro, como una atracción hacia su padre, muerto allí, y a la idea de que su vida podía
terminar ese mismo día. Hubo un tiempo en que siempre, cuando lo recordaba, pensaba
que si la vida que esperaba a la niña me hubiera sido revelada en un momento, y de tal
modo que mi inteligencia infantil hubiera podido comprendería por completo, y si su
conserva ción hubiese dependido de un movimiento de mi mano, ¿debería haberío hecho?
Y durante cierto tiempo (no digo que haya durado mucho, pero sí que ha ocurrido) he
llegado a preguntarme si no habría sido mejor para ella que las aguas se hubiesen cerrado
sobre su cabeza ante mi vista, y siempre me he contestado: «Sí; más habría valido». Pero
esto es quizá prematuro. Lo he dicho demasiado pronto. Sin embargo, no importa: dicho
está.
Vagamos mucho tiempo cargándonos de cosas que nos parecían muy curiosas, y
volvimos a poner cuidadosamente en el agua algunas estrellas de mar (yo en aquel tiempo
no conocía lo bastante la especie para saber si nos lo agradeeerían o no), y por fin
emprendimos el camino a la morada de míster Peggotty. Nos detuvimos un momento
debajo del pilón de las langostas para cambiar un inocente beso y entramos a desayunar
resplandecientes de salud y de alegría.
-Como dos tortolitos -dijo míster Peggotty.
No hay que decir que estaba enamorado de la pequeña Emily. Estoy seguro de que la
amaba con mucha más sinceridad y ternura, con mucha mayor pureza y desinterés del
que pueda haber en el mejor amor durante el transcurso de la vida. Mi fantasía creaba