a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hombre como
míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.
Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se
reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña
Emily a coger caracoles en la playa.
-¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? -dije a Emily.
No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y
viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos claros, se me ocurrió aquello.
-No --dijo Emily, sacudiendo su cabecita---, me da mucho miedo el mar.
-¡Miedo! -dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso- A mí no me
da miedo.
-¡Ah!, pero es tan malo a veces -dijo Emily-. Yo le he visto ser muy cruel con algunos
de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra
casa.
-Espero que no fuera el barco en que...
-¿En el que mi padre murió ahogado? --dijo Emily. No, no era aquel. Yo no he visto
nunca aquel barco.
-¿Ni tampoco a él? - le pregunté.
Emily sacudió la cabecita.
-Que yo recuerde, no.
¡Qué coincidencia! Inmediatamente me puse a explicar cómo yo tampoco había visto
nunca a mi padre, y cómo mamá y yo habíamos vivido siempre solos en el estado de
mayor felicidad imaginable, y así vivíamos todavía, y así viviríamos siempre. También le
conté que la tumba de mi padre estaba en el cementerio, cerca de nuestra casa, a la
sombra de un árbol, y que yo iba allí a pasearme muchas mañanas para oír cantar a los
pájaros. Sin embargo, parece ser que había algunas diferencias entre la orfandad de Emily
y la mía. Ella había perdido a su madre antes que a su padre, y nadie sabía dónde estaba
la tumba de este último, aunque era de suponer que estaba en cualquier sitio de las
profundidades del mar.
-Y además --dijo Emily mientras buscaba conchas y piedras- tu padre era un caballero y
tu madre una señora; y mi padre era pescador y mi madre hija de un pescador, y mi tío
Dan también es pescador.
-¿Dan es míster Peggotty? --dije yo.
-El tío Dan -contestó Emily, señalando el barco-casa.
-Sí, a él me refiero. ¿,Debe de ser muy bueno, verdad?
-¿Bueno? -dijo Emily-. Si yo fuera señora, le daría una chaqueta azul cielo con botones
de diamantes, un pantalón con su espada, un chaleco de terciopelo rojo, un sombrero de
tres picos, un gran reloj de oro, una pipa de plata y una caja llena de dinero.
Yo no dudaba de que míster Peggotty fuera digno de todos aquellos tesoros; pero debo
confesar que me costaba trabajo imaginármelo cómodo en la indumentaria propuesta por
su agradecida sobrina y, principalmente, de lo que más dudaba era de la utilidad del
sombrero de tres picos. Sin embargo, guardé aquellos pensamientos para mí.
La pequeña Emily, mientras enumeraba aquellas maravillas, se había parado y miraba
al cielo como si le pareciera una visión gloriosa. De nuevo nos pusimos a buscar gui jarros
y conchas.
-¿Te gustaría ser una dama? -le dije.
Emily me miró y se echó a reír, diciéndome que sí.