-Hace mucho tiempo que la sirvo, señor -contestó Peggotty-; debo saberlo.
-Es verdad -contestó él-; pero me parece que cuando subía las escaleras le oí a usted
dirigirse a ella por un nombre que no es el suyo. Ya sabe usted que ha tomado el mío.
¡Acuérdese!
Peggotty, lanzándome miradas inquietas, hizo una reve rencia y salió sin replicar,
dándose cuenta de que era lo que él esperaba y de que no tenía excusa para cont inuar allí.
Cuando nos quedamos solos, míster Murdstone cerró la puerta y se sentó en una silla
ante mí, mirándome fijamente a los ojos. Yo sentía los míos clavados no menos intensamente en los suyos. ¡Cómo lo recuerdo! Y sólo al recordar cómo estábamos así, cara a
cara, me parece oír de nuevo latir mi corazón.
-David -me dijo con sus labios (delgados de apretarse tanto uno con otro)- : si tengo que
domar a un caballo o a un perro obstinado, ¿qué crees que hago?
-No lo sé .
-Lo azoto.
Le había contestado débilmente, casi en un susurro; pero ahora en mi silencio sentía
que la respiración me faltaba por completo.
-Le hago ceder y pedir gracia. Pienso que he de dominarlo, y aunque le haga derramar
toda la sangre de sus venas lo conseguiré. ¿Qué es eso que tienes en la cara?
-Barro -dije.
Él sabía tan bien como yo que era la señal de mis lágrimas; pero aunque me hubiera
hecho la pregunta veinte veces, con veinte golpes cada vez, creo que mi corazón de niño
se hubiese roto antes que confesárselo.
-Para ser tan pequeño tienes mucha inteligencia - me dijo con su grave sonrisa habitual-,
y veo que me has entendido. Lávate la cara, caballerito, y baja conmigo.
Me señalaba el lavabo que a mí me recordaba a mistress Gudmige, y me hacía gestos de
que le obedeciera inmediatamente. Entonces lo dudaba un poco; ahora no tengo la menor
duda de que me habría dado una paliza sin el menor es crúpulo si no le hubiera obedecido.
-Clara, querida mía -dijo cuando, después de haber he cho lo que me ordenaba, me
condujo al gabinete sin soltarme del brazo-; espero que no vuelvan a atormentarte. Pronto
corregiremos este joven carácter.
Dios es testigo de que podían haberme corregido para toda la vida, y hasta quizá habría
sido otra persona distinta si en aquella ocasión me hubieran dicho una palabra de cariño:
una palabra de ánimo, de explicación, de piedad, para mi infantil ignorancia, de
bienvenida a la casa; tranquilizándome, convenciéndome de que aquella sería siempre mi
casa; así podían haberme hecho obedecer de corazón en lugar de asegurarse una
obediencia hipócrita; podían ha berse ganado mi respeto en lugar de mi odio. Creo que a
mi madre la entristeció verme de pie en medio de la habitación, tan tímido y extraño, y
que cuando fui a sentarme me seguía con los ojos más tristes todavía, prefiriendo quizá el
antiguo atrevimiento de mis cameras infantiles. Pero la palabra no fue dicha, y el tiempo
oportuno para ello pasó.
Comimos los tres juntos. Él parecía muy enamorado de mi madre; pero no por eso le
juzgué mejor, y ella estaba enamoradísima de él. Comprendí, por lo que decían, que una
hermana mayor de míster Murdstone iba a venir a vivir con ellos y llegaría aquella misma
noche. No estoy seguro de si fue entonces o después cuando supe que, sin estar activamente en ningún negoc io, tenía parte, o cobraba una renta anual, en el beneficio de una
casa comercial de vinos de Londres, con la que su familia contaba siempre desde los
tiempos de su abuelo y en la que su hermana tenía un interés igual al suyo; pero lo
mencionó por casualidad.