Y salimos, dejándola de pie al lado de su butaca, como si estuviera posando para un
retrato de noble actitud, con un bello rostro.
Para salir teníamos que atravesar una galería de cristales que servía de vestíbulo; una
parra la cubría por completo con sus hojas; hacía un tiempo hermoso, y las puertas que
daban al jardín estaban abiertas. Rose Dartle entró por allí sin ruido, en el momento en
que pasábamos, y se dirigió a mí.
-Ha tenido usted una idea feliz -dijo- con traer a este hombre aquí.
Nunca hubiera creído que ni aun en aquel rostro se pudiera encontrar una expresión de
rabia y de desprecio como la que oscurecía sus rasgos y resplandecía en sus ojos negros.
La cicatriz del martillo estaba, como siempre en esos accesos, muy acusada. El temblor
nervioso que yo había observado ya la agitaba todavía, y trataba de ocultarlo.
-¡Qué bien ha escogido usted a su hombre para traerle aquí y servirle de campeón!, ¿no
es verdad? ¡Qué amigo fiel!
-Miss Dartle -repuse-, seguramente no es usted tan injusta como para acusarme a mí en
este momento.
-¿Para qué viene usted a separar a estas dos criaturas insensatas? -replicó ella-. ¿No ve
usted que están locos los dos de terquedad y orgullo?
-¿Es culpa mía acaso? -repliqué.
-Sí; es su culpa. ¿Por qué ha traído usted ese hombre aquí?
-Es un hombre al que han hecho mucho daño, mis Dartle -respondí-; quizá no lo sabe
usted.
-Sé que James Steerforth -dijo apretando la mano contra su pecho, como para impedir
que estallara la tormenta que reinaba en él- tiene un corazón pérfido y corrompido; sé que
es un traidor. Pero ¿qué necesidad tengo de preoc uparme ni de saber lo que concierne a
este hombre ni a su miserable sobrina?
-Miss Dartle -repliqué-, envenena usted la llaga, y demasiado profunda es ya.
Solamente le repito, al dejarla, que no le hace justicia.
-No hago ninguna injusticia; uno de tantos miserables sin honor; en cuanto a ella,
querría que la azotaran.
Míster Peggotty pasó sin decir una palabra y salió.
-¡Oh! Es vergonzoso, miss Dartle; es vergonzoso - le dije con indignación-. ¿,Cómo
tiene usted corazón para pisotear así a un hombre destrozado por un dolor tan poco merecido?
-Querría pisotearlos a todos -replicó-. Querría ver su casa destruida de arriba abajo.
Querría que marcaran a su sobrina el rostro con un hierro candente, que la cubrieran de
harapos y la arrojaran a la calle para morir de hambre. Si tuviera el poder de juzgarla, he
aquí lo que mandaría que le hicieran; no, no; he aquí lo que le haría yo misma. ¡La odio,
la odio! Si pudiera echarle en cara su situación infame, iría al fin del mundo para hacerlo.
Si pudiera perseguirla hasta la tumba, lo haría. Si a la hora de su muerte hubiera una palabra que pudiera consolarla y no hubiera nadie en el mundo que la supiera más que yo,
moriría antes que decírsela.
Toda la vehemencia de aquellas palabras sólo puede dar una idea muy imperfecta de la
pasión que la poseía y que brillaba en toda su persona, aunque había bajado la voz en
lugar de elevarla. Ninguna descripción podría expresar el recuerdo que he conservado de
ella en aquella embriaguez de furor. He visto la cólera bajo muchas formas, pero nunca la
he visto bajo aquella.
Cuando alcancé a míster Peggott y bajaba la colina lenta mente, con aire pensativo. Me
dijo que, teniendo ya el corazón tranquilo de lo que había querido intentar en Londres,