-No justifico nada. No acuso a nadie, y siento tener que repetir que no es posible. Un
matrimonio así destruiría sin esperanza el porvenir de mi hijo. Eso no puede ser y no
será; esté usted seguro. Si hay alguna otra compensación...
-Estoy viendo un rostro que me recuerda por su pare cido al que he visto frente a mí
-interrumpió míster Peggotty, con mirada firme y brillante- en mi casa, al lado de mi
fuego, en mi barco, en todas partes, con sonrisa de amigo, en el momento en que
meditaba una traición tan negra, que casi me vuelvo loco cuando lo recue rdo. Si el rostro
que se parece a aquel no se pone rojo como el fuego ante la idea de ofrecerme dinero a
cambio de la pérdida y la ruina de mi niña, es que no vale más que el otro; quizá vale
todavía menos, puesto que es el de una mujer.
Mistress Steerforth cambió de actitud al momento. Enrojeció de cólera y dijo con
altanería, apretando el brazo de su sillón:
-¿Y usted qué compensación me ofrece por el abismo que ha abierto entre nosotros?
¿Qué es su cariño comparado con el mío? ¿Qué es su separación al lado de la nuestra?
Miss Dartle la tocó suavemente a inclinó la cabeza para hablarla en voz baja; pero ella
no la escuchó.
-No, Rose; ni una palabra. ¡Quiero que este hombre me oiga hasta el final! Mi hijo, que
ha sido el único objeto de mi vida, a quien estaban consagrados todos mis pensamientos,
a quien no he negado un solo capricho desde su infancia, con el que he vivido una
existencia común desde su naci miento, ¡enamorarse en un instante de una miserable
muchacha y abandonarme! ¡Recompensarme de mi confianza con una decepción
sistemática por amor a esa chica y dejarme por ella! ¡Sacrificar a ese odioso capricho el
derecho que tiene su madre a su respeto, a su afecto, a su obediencia, a su gratitud; los
derechos que cada día y cada hora de su vida debían haberle sido sagrados! ¿No es
también ese un daño irreparable?
De nuevo Rose Dartle trató de tranquilizarla, pero fue en vano.
-Te lo repito, Rose, ¡cállate! Si ¡ni hijo es capaz de exponerlo todo por el capricho más
frívolo, yo también puedo hacerlo por un motivo más digno de mí. ¡Que vaya donde
quiera con los recursos que mi amor le ha proporcionado! ¿Cree que me dominará con
una ausencia larga? ¡Conoce muy poco a su madre si cuenta con ello! ¡Que renuncie al
momento a ese capricho y será bienvenido! Si no renuncia al instante, que no intente
volver a acercarse a mí, ni vivo ni moribundo, mientras pueda levantar la mano para
oponerme, hasta que se olvide de ella para siempre y venga humildemente a pedirme
perdón. ¡Ese es mi derecho! ¡Ese es el abismo que han abierto entre nosotros! Y digan,
¿no es un daño irreparable? --dijo mirando a su visitante con la misma expresión altanera
de los primeros momentos.
Oyendo y viendo a la madre mientras pronunciaba aquellas palabras me parecía oír y
ver a su hijo responderle con un desafío. Encontraba en ella todo lo que había en él de
terquedad y obstinación. Todo lo que había podido apreciar por mí mismo de la energía
mal dirigida de Steerforth me hacía comprender mejor el carácter de su madre. Veía
claramente que sus almas, en su violencia salvaje, iban al unísono.
Mistress Steerforth me dijo entonces que le parecía una pérdida de tiempo seguir
hablando y que deseaba poner fin a la entrevista. Se levantó con dignidad para dejar la
habitación, pero míster Peggotty dijo que era inútil.
-No tema usted que le estorbe, señora; no tengo nada más que decir -añadió dando un
paso hacia la puerta-. He venido aquí sin esperanzas y sin esperanzas me voy. He he cho
lo que creía que debía hacer; pero no esperaba nada de mi visita. Esta casa maldita ha
hecho demasiado daño a los míos para que pueda razonablemente esperar algo.