-¡Gracias, gracias! Todavía una palabra. Yo me gano bien la vida, ¿sabe usted, señorito
Davy? Es más; ahora no sabré en qué gastar lo que gano, ya no necesito más que lo justo
para vivir. Si usted pudiera gastarlo por él, señorito, trabajaría de mejor gana. Aunque, en
cuanto a eso -continuó en tono firme y dulce-, puede usted estar seguro de que no dejaré
de trabajar como un hombre y que lo haré lo mejor que pueda.
Le dije que estaba convencido de ello, y no le oculté mi esperanza de que llegara un
tiempo en que renunciaría a la vida solitaria a que por momentos se creía condenado para
siempre.
-No, señorito -dijo moviendo la cabeza-. Todo eso ha pasado para mí. Nunca nadie
podrá llenar el vacío que ha dejado. Y no olvide que aquí siempre habrá dinero de más,
señorito Davy.
Le prometí tenerlo en cuenta, al mismo tiempo que le recordaba que míster Peggotty
tenía ya una renta, modesta, es verdad, pero segura, gracias al legado de su cuñado. Después nos despedimos uno del otro. No puedo dejar sin recordar su valor sencillo y
conmovedor y su pena tan honda.
En cuanto a mistress Gudmige, si tuviera que describir las carreras que dio por la calle