-Siempre, en todas las estaciones del año -decía mistress Gudmige-, continuaré aquí, y
todo seguirá como deseas. No soy muy instruida, pero te escribiré de vez en cuando,
cuando te hayas marchado, y enviaré mis cartas al señorito Davy. Quizá tú también me
escribas alguna vez, Dan, para decirme cómo te encuentras mientras viajas solo en tus
tristes pesquisas.
-Temo que tu vayas a encontrar muy aislada ---dijo míster Peggotty.
-No, no, Daniel; no hay cuidado; no te preocupes por mí. ¿Te parece poco
entretenimiento tene r todas las cosas en orden - mistress Gudmige se refería a la casapara tu regreso y para el de todos los que puedan volver, Dan? Cuando haga buen tiempo
me sentaré a la puerta, como hacía siempre. Y si alguien vuelve, podrá ver desde lejos a
la vieja viuda, a la fiel guardiana del hogar.
¡Qué cambio había dado mistress Gudmige en tan poco tiempo! Era otra persona. Tan
abnegada, tan comprensiva, consciente de lo que era bueno decir y de lo que convenía
callar; pensando tan poco en sí misma y tan preocupad a con la pena de los que la
rodeaban, que yo la miraba con una especie de veneración. ¡Cuánto trabajo aquel día!
Había en la playa muchísimas cosas que convenía guardar en el cobertizo: velas, redes,
remos, cuerdas, palos, cazuelas para las langostas, sacos de arena para el lastre, etc. Y
aunque la ayuda no faltó, pues no hubo en la playa un par de manos que no estuvieran
dispuestas a trabajar con toda su alma para míster Peggotty, y demasiado dichosas de
poder ayudarle en algo, sin embargo, mistress Gudmige continuó todo el día arrastrando
fardos muy por encima de sus fuerzas, y corriendo de acá para allá ocupada en una
multitud de cosas inútiles. Y nada de sus lamentaciones de costumbre sobre sus
desgracias; parecía haberlas olvidado por completo. Es tuvo todo el día serena y tranquila,
a pesar de su viva y buena simpatía, lo que no era de lo menos sorprendente en el cambio
que se había operado en ella. Ni un momento de mal humor. Ni una sola vez pude
observar que su voz temblase o que cayera una lágrima de sus ojos; únicamente por la
noche, a la caída de la tarde, cuando se quedó sola con míster Peggotty, que se durmió
agotado, se deshizo en lágrimas y trató en vano de retener sus sollozos. Después, llevándome hacia la puerta, me dijo:
-¡Que Dios le bendiga, señorito Davy! ¡Sea usted siempre tan buen amigo para el pobre
hombre!
Después salió a lavarse los ojos antes de volver a sentarse a su lado, para que al
despertar la encontrara tranquilamente trabajando. En una palabra, cuando los dejé por la
noche era ella el apoyo y el sostén de mís ter Peggotty en su tristeza, y yo no me cansaba
de pensar en la lección que mistress Gud mige me había dado y en el nuevo aspecto del
corazón humano que me acababa de descubrir.
Serían las nueve y media cuando, paseándome tristemente por el pueblo, me detuve a la
puerta de míster Omer. Minnie me dijo que a su padre le había afligido tanto lo ocurrido,
que había estado todo el día triste y se había acostado sin fumar su pipa.
-¡Es una muchacha perdida, un mal corazón -dijo mistress Joram-; nunca ha valido
nada, ¡nunca!
-No diga usted eso -repliqué-, porque no lo siente.
-Sí que lo siento -dijo mistress Joram con cólera.
-No, no -le dije yo.
Mistress Joram bajó la cabeza tratando de conservar su expresión dura y severa, pero no
pudo triunfar sobre su emoción y se echó a llorar. Yo era joven, es verdad; pero aquella
simpatía me dio muy buena opinión de ella, y me pareció que, en su calidad de mujer y
madre irreprochable, aquello era todavía más de apreciar.