-¿Qué será de ella? -decía Minnie sollozando-. ¿Dónde irá? ¡Dios mío! ¿Qué será de
ella? ¡Oh! ¿Cómo ha podido ser tan cruel consigo misma y con Ham?
Yo recordaba los tiempos en que Minnie era una linda muchachita, y me gustaba ver
que también ella los recordaba con tanta emoción.
-Mi pequeña Minnie --dijo mistress Joram- se acaba de dormir ahora mismo. Hasta en
sueños solloza por Emily. Todo el día ha estado llamándola y preguntándome a cada
momento si Emily era mala. ¿Qué le voy a contestar? La última noche que Emily ha
pasado aquí se quitó la cinta de su cuello y se la puso a la nena; después puso su cabeza
en la almohada, al lado de la de Minnie, hasta que se durmió profundamente. Ahora la
cinta continúa alrededor del cuello de mi pequeña Minnie. Quizá no debía consentirlo;
pero ¿qué quiere usted que haga? Emily es muy mala; pero ¡se querían tanto! Además, la
niña no tiene conocimiento.
Mistress Joram estaba tan triste, que su marido salió de su habitación para consolarla.
Los dejé juntos y emprendí el camino hacia casa de Peggotty, quizá más melancólico que
nunca.
Aquella excelente criatura (me refiero a Peggotty), sin pensar en su cansancio ni en sus
preocupaciones recientes, ni en tantas noches que había pasado sin dormir, se había
quedado en casa de su hermano para no abandonarle hasta el momento de su partida, y en
la casa no había conmigo más que una mujer vieja, que se encargaba de la limpieza hacía
unas semanas, cuando Peggotty no pudo ya ocuparse. Como yo no tenía ninguna
necesidad de sus servicios, la mandé acostarse, con gran satisfacción suya, y me senté
delante del fuego de la cocina, para reflexionar un poco sobre todo lo que había ocurrido.
Confundía los últimos sucesos con la muerte de Barkis, y veía al mar, que se retiraba a
lo lejos; recordaba la mirada extraña que Ham había fijado en el horizonte, cuando fui sacado de mis sueños por un golpe dado en la puerta. La puerta tenía aldaba; pero el ruido
no era de la aldaba: era una mano la que había llamado, y muy abajo, como si fuera un
niño el que quería que le abrieran.
Me apresuré más que si hubiera sido un lacayo oyendo un aldabonazo en casa de un
personaje de distinción; abrí, y en el primer momento, con gran sorpresa, no vi más que
un inmenso paraguas, que parecía andar solo; pero pronto descubrí bajo su sombra a miss
Mowcher.
No hubiese estado muy dispuesto a recibir bien a aquella criatura si en el momento de
retirar su paraguas, que no conseguía cerrar, hubiera encontrado en su rostro aquella
expresión grotesca que tanta impresión me causó en nuestro primer encuentro. Pero
cuando me miró fue con una expresión tan grave, que le quité el paraguas (cuyo volumen
hubiera sido incómodo hasta para el gigante irlandés), mientras ella extendía sus manos
con una expresión de dolor tan viva que sentí hasta simpatía por ella.
-Miss Mowcher -dije después de haber mirado a derecha a izquierda en la calle desierta
sin saber lo que bus caba-, ¿cómo está usted aquí? ¿Qué le pasa a usted?
Me hizo señas con su corto brazo derecho de que cerrara el paraguas, y entrando con
precipitación pasó a la cocina. Cerré la puerta y la seguí con el paraguas en la mano,
encontrándola ya sentada en un rincón, balanceándose hacia adelante y hacia atrás y
apretándose las rodillas con las manos como una persona que sufre.
Un poco inquieto por aquella visita inoportuna y por ser único espectador de aquellas
extrañas gesticulaciones, exclamé de nuevo:
-Miss Mowcher, ¿qué le ocurre a usted? ¿Está usted enferma?
-Hijo mío -replicó miss Mowcher apretando sus ma nos contra su corazón-, estoy
enferma, muy enferma, cuando pienso en lo que ha ocurrido y en que hubiese podido
saberlo, impedirlo quizá, si no hubiera estado tan loca y aturdida como estoy.