Hemos recorrido los campos buscando el oro
en sentido figurado «en varias ocasiones». No sé exactamente -dijo míster Micawber con
su antigua voz engolada y con su antiguo indescriptible aire de decir algo elegante-, lo
que ese «oro» podrá ser; pero no me cabe duda de que Copperfield y yo lo habríamos
recogido a menudo si hubiera sido posible.
Míster Micawber, al hablar así, bebió un trago. Y todos hicimos lo mismo. Traddles
estaba evidentemente sorprendidísimo y se preguntaba en qué época lejana podía míster
Micawber haberme tenido de compañero en aquella gran lucha con el mundo en que
habíamos combatido uno al lado del otro.
-¡Ah! --dijo míster Micawber aclarándose la garganta y doblemente calentado por el
ponche y por el fuego- Que rida mía, ¿otro vasito?
Mistress Micawber dijo que sólo quería una gota; pero no quisimos oír hablar de ello, y
se le llenó el vaso.
-Como estamos aquí entre nosotros, míster Copperfield --dijo mistress Micawber
bebiendo su ponche a traguitos-, y puesto que míster Traddles es de la casa, querría saber
su opinión sobre el porvenir de míster Micawber. El comercio de granos --continuó con
seriedad- puede ser un comercio distinguido, pero no es productivo. Las comisiones que
dan dos chelines y nueve peniques en cuatro días no pueden, por modesta que sea nuestra
ambición, ser consideradas como un buen negocio.
Todos estuvimos de acuerdo en que era verdad.
-Por lo tanto --continuó mistress Micawber, que presumía de espíritu positivo y de
corregir con su buen sentido la imaginación un poco volandera de su esposo-, me hago
esta pregunta: Si con los granos no puede contarse, ¿hacia dónde tirar? ¿Al carbón?
Tampoco. Ya pusimos la atención en él, siguiendo el consejo de mi familia, y sólo
encontramos decep ciones.
Míster Micawber, con las dos manos en los bolsillos, se hundía en su sillón y nos
miraba de reojo, moviendo la ca beza como para decir que era imposible exponer más
claramente la situación.
-Los artículos trigo y carbón -dijo mistress Micawber con una seriedad de discusión
cada vez más acentuada- están, por lo tanto, descontados, míster Copperfield; yo, como
es natural, miro a mi alrededor y pienso: ¿Cuál será la situa ción en que un hombre de las
aptitudes de Micawber tendrá más probabilidades de éxito? Excluyo en primer lugar todo
lo que sean comisiones; las comisiones no son cosa segura, y estoy convencida de que
una cosa segura es lo que mejor conviene al carácter de Micawber.
Traddles y yo expresamos con un murmullo que aquella apreciación del carácter de
míster Micawber era muy acertada y le hacía el mayor honor.
-No le ocultaré, mi querido míster Copperfield -continuó mistress Micawber-, que
desde hace mucho tiempo pienso que el negocio de elaboración de cervezas sería una
cosa muy adecuada para Micawber. ¡No hay más que ver Barclay y Perkins, o Truman,
Hambury y Buxton! Es una vasta escala en la que Micawber (lo sé porque lo conozco)
puede destacarse, y las ganancias, según he oído decir, son enormes. Pero como no hay
medio de que Micawber pueda penetrar en esos establecimient os, pues hasta se niegan a
contestar a las cartas en que ofrece sus servicios para ocupar los puestos más inferiores,
¿para qué pensar en ello? Yo puedo tener la convicción de que mister Micawber...
-¡Hem! Realmente, querida mía -interrumpió mister Micawber.
-Amor mío, cállate --dijo mistress Micawber poniendo su guante marrón sobre el brazo
de su marido-. Yo, mister Copperfield, puedo tener personalmente la convicción de que
las aptitudes de Micawber estarían esencialmente adaptadas en una casa de banca; puedo