-¡Oh! No me refiero a él -respondí, Hablo de un caballero que se llama Traddles.
-¡Ah, sí, sí! -dijo mi anfitrión con mucho menos interés-. Es posible.
-Si es realmente la misma persona --dije mirando hacia Traddles-, hemos estado juntos
en un colegio que se llamaba Salem-House; era un excelente muchacho.
-¡Oh, sí! Traddles es un buen muchacho -aprobó mi anfitrión, moviendo la cabeza con
condescendencia-, Traddles es muy buen muchacho.
-En realidad, es una coincidencia muy curiosa.
-Tanto más porque está aquí por casualidad; ha sido in vitado hoy por la mañana porque
había un sitio de más en la mesa a consecuencia de la indisposición del padre de míster
Spiker. Es un hombre muy bien educado el padre de míster Spiker, míster Copperfield.
Murmuré algunas palabras de asentimiento muy caluroso y verdaderamente meritorias
por parte de un hombre que, como yo, nunca había oído hablar de él; y después pregunté
cuál era la profesión de míster Traddles.
-Traddles -dijo míster Waterbrook- estudia para el foro; es muy buen muchacho,
incapaz de hacer daño a nadie, de no ser a sí mismo.
-¿Y qué daño puede hacerse a sí mismo? -pregunté, contrariado por aquella noticia.
-Ya sabe usted -repuso míster Waterbrook haciendo un gesto y jugando con la cadena
de su reloj con un aire de superioridad casi impertinente, No creo que llegue nunca a
nada. Estoy seguro, por ejemplo, de que nunca reunirá qui nientas libras. Traddles me ha
sido recomendado por uno de mis amigos de la profesión. ¡Ah, sí, sí! Ya lo creo que tiene
talento para estudiar una causa y exponer claramente una cuestión por escrito; pero eso es
todo. Yo tengo el gusto de cederle de vez en cuando algún asunto que para él no deja de
tener importancia... ¡Ah, sí, sí!
Me chocaba mucho el aplomo con que mister Waterbrook pronunciaba de vez en
cuando la expresión «sí, sí». El énfa sis que ponía en ella era extraño: daba la impresión
de un hombre que había nacido, no, como se dice vulgarmente, con una cucharilla de
plata, sino con una escala, y que había subido uno tras otro todos los escalones de la vida,
hasta que había podido lanzar desde lo alto de la fortaleza una mirada de filósofo y de
superioridad sobre el pueblo que estaba en las trincheras.
Continuaba reflexionando sobre este asunto cuando anunciaron la comida. Míster
Waterbrook ofreció su brazo a la tía de Hamlet; mister Henry Spiker, el suyo a mistress
Waterbrook; Agnes, a quien yo tenía deseos de reclamar, fue confiada a un señor
sonriente que tenía las piernas muy delgadas. Uriah, Traddles y yo, en nuestra categoría
de juventud, bajamos los últimos sin ninguna ceremonia. De la contrariedad de no haber
dado el brazo a Agnes me compensó el encontrar ocasión en la escalera de reanudar la
amistad con Traddles, que se alegró mucho de verme, mientras Uriah se retorcía a nuestro
lado con una humildad y una satisfacción tan indiscretas, que yo tenía ganas de tirarle por
el hueco de la escalera.
Traddles y yo, en la mesa, acabamos cada uno en un rincón opuesto; él estaba perdido
en el brillo deslumbrante de un traje de terciopelo rojo, y yo en el luto de la tía de Hamlet. La comida fue muy larga y la conversación giró por completo sobre la aristocracia de
nacimiento, sobre lo que se llama « la sangre». Mistress Waterbrook nos repitió varias
veces que ella, si tenía alguna debilidad, era por « la sangre».
En varias ocasiones pensé que habríamos estado mucho mejor siendo menos amables.
Éramos tan exageradamente amables, que el círculo de la conversación resultaba muy limitado. Entre los invitados había un mister y mistress Gulpidge que tenían algo que ver
(míster Gulpidge por lo menos), aunque no directamente, con los asuntos legales de la
Banca; y entre la Banca y la Tesorería estábamos tan exclusivistas como la circular de la
Cámara que no sabe salir de ahí. Para añadir atractivo a la cosa, la tía de Hamlet tenía el